Dicen que el fuego arrasa aquellos espacios donde el interés humano quedó adormecido. Soterrado el desarrollo económico del espacio rural en beneficio de una concentración urbana cada vez más notoria e imparable, cada vez más decisiva, el factor económico deja de responder al proceso poblador del antaño floreciente campo español. En ese escenario, bosques y pinares, praderas y dehesas, languidecen a la espera de una chispa liberadora que lo envíe todo a la negrura que el fuego destructor deja tras de sí. La pérdida constante de habitantes, la caída en picado de los usos tradicionales, del desarrollo y empleo de los recursos activos propios del sector primario han terminado por condenar un paisaje esencial para comprender el origen y características culturales que, en un tiempo no tan lejano, dieron pábulo a la sociedad que hoy padecemos. La imposible industrialización de aquella área socioeconómica en beneficio claro de las grandes concentraciones de población ha conducido a una desaparición paulatina del poblamiento menor, pequeño y medio, hasta el punto de dejarlo en el limbo más falaz posible, ese que, conociendo su problemática, nos importa un bledo.
En lo que se refiere a la Campiña Segoviana, parece evidente su desaparición paulatina en caída constante desde los años sesenta del siglo pasado. El aperturismo franquista alimentado por un crecimiento económico descomunal y una explosión demográfica, la última de todas las experimentadas por esta sociedad, empujó a las familias a la búsqueda de trabajos más acomodados en la recepción de servicios, mucho más fáciles de asegurar en entornos de altas concentraciones poblacionales. También se podría pensar que la oferta de empleo en grandes poblaciones, especialmente en el sector industrial, provocó esa tendencia a la concentración de habitantes y el despoblamiento paulatino de la provincia, dejando el medio natural propio del sector primario a la buena de dios.
Por todo lo dicho, parece lógico pensar que brasa y ceniza han sido el triste epitafio de una canción cantada desde hace más de cincuenta años. Sin embargo, hay otro aspecto presente en nuestro pasado que, si bien no suele ser atendido, sí resulta alarmante a la hora de pensar en las consecuencias venideras, muchas de las cuales aún están por producirse. Encelados como estamos en el caldo de cultivo catastrófico que el cambio climático prepara, nos olvidamos de otros indicadores que llevan gritando peligro durante los últimos dos siglos. Uno de ellos, sin discusión, es el abandono sistemático del patrimonio histórico.
El ábside de San Martín de Fuentidueña fue desmontado piedra a piedra y trasladado al norte de Manhattan. Relegado por cientos de factores asumidos por la población sin el más mínimo reproche, la riqueza proveniente del desarrollo cultural, político y económico que aderezó el prestigio social se viene perdiendo durante los últimos cien años. Edificios monumentales, joyas de un pasado que debería ser imperecedero, han ido cayendo en el más absoluto de los olvidos hasta formar parte de todo tipo de listas deslucidas por los colores más estrafalarios posibles. Palacios imperiales, castillos, torres y almenaras; capillas, claustros, iglesias, ermitas y atrios donde reunir juntas de gobierno concejil; desde la torre donde durmiera Rodrigo Díaz de Vivar a la casa de la princesa de Castilla, doña Juana Enríquez, la alcazaba de Abderramán I y la atalaya de Calatalifa que previniera a los moros de Mayrit de las aceifas segovianas en el sexmo de Casarrubios: todo ello, joyas que deberían ser escenarios para comprender un pasado presente preñado de futuro, languidecen entre cascote y ruina, mortero deshuesado y mampostería pulverizada.
Y, como ocurre con el fuego que anega los pastos y consume pinares y robledales, la pérdida del patrimonio histórico hay que verla en esa desidia inherente a la trasformación social que conlleva la industrialización. Mucho antes de que los bosques vean prenderse la maleza que ocupa ese espacio una vez impoluto por el trasiego constante de paisanos en labor, la perdición del patrimonio comenzó justo en ese instante en que el pueblo y la comarca cayeron en el desprestigio de la pobreza provinciana. Destinados los recursos escasos en el intento de consolidación de unos mínimos servicios que mantuvieran el remanente de población básico, nada quedó para la expropiación del palacio de Valsaín, para la Casa de Buitrago, la ermita de San Medel y la de San Julián, el palacio del esquileo de marqués de Perales o el maravilloso palacio de los Contreras. Arruinado el hospital de la Magdalena o las ermitas de San Lorenzo del Olmillo y San Benito de Adrados, nadie disponía de peseta alguna para consolidar los palacios de los marqueses de Aguilafuente o Revilla, la pobre ermita de San Miguel de Bernuy y el antaño floreciente convento de La Hoz o el imponente monasterio que fuera en Navares de las Cuevas. Entendiendo que el progreso debe centrar su esfuerzo en el servicio al ciudadano del presente, olvidando el compromiso con el patrimonio, nuestro pasado ha ido desapareciendo como la conciencia comprometida con un mañana mejor.
EL ÁBSIDE DE FUENTIDUEÑA
En ese olvido interesado y atronador para el presente de desmemoria que padecemos, algunos espacios inconmensurables dieron una vuelta de tuerca a la desidia hasta alcanzar cierto paroxismo hoy incomprensible. Más allá del paso del tiempo, del desmoronamiento insidioso del monumento pasado, en algunos lugares directamente se prescindió de aquellas joyas en pura transacción económica, siendo el azaroso viaje del ábside de la iglesia románica de San Martín de Fuentidueña ejemplo para nunca olvidar.
Ábside de la iglesia de San Martín de Fuentidueña, expuesto en el Metropolitan de Nueva York. Villa de realengo donde las haya, Fuentidueña, Señora de las Fuentes, tuvo un peso más que relevante en la historia castellana hoy olvidado por la mayoría de quienes leerán estás páginas. Cabeza de repoblación en los duros años de conformación de las comunidades de villa y tierra, Fuentidueña se asentó como poblamiento de prestigio aprovechando la fácil defensa del poblado y la abundancia de recursos allí justo donde asomaba el Duratón salido de sus hoces y cruzaban los caminos en dirección a los señoríos norteños, las villas de la extremadura castellana y aragonesa y transitaban las mercancías del rico valle del Tajo.
En esa magnífica villa alojaron los reyes de León y, más tarde, de Castilla, generaciones de aguerridos y resistentes colonos empecinados en defender un espacio de floreciente intercambio comercial y agrícola. Relativamente cerca de las villas de Sacramenia y Cuéllar, en la linde del señorío eclesiástico del obispo segoviano, detentador de la villa de Laguna de Contreras, la villa de Fuentidueña se irguió entre la loma alta que vigila el Duratón y los bajíos del puente construido durante el imperio romano tardío, ofreciendo una protección amurallada a un castillo regio servido por un caserío bajo y enriquecido por el pontazgo. Seguro y fortificado, el descanso real en Fuentidueña fue frecuente, como el que gozó Alfonso VIII en 1212, pocos días después de la gran victoria de las Navas de Tolosa que habría de acabar con la hegemonía islámica en la península. Sometida la villa a lo avatares políticos del tortuoso siglo XV castellano, acabó en manos de un hijo bastardo del condestable de Castilla, el también hijo natural Álvaro de Luna, con la pérdida de identidad que aquello tuvo para la comunidad de villa y tierra.
Ese sometimiento a los intereses espurios de una familia nobiliaria cuestionada empujó, como a tantos otros territorios castellanos, a un largo penar por los años de la expansión hispánica a través de medio mundo, quedando aquellos muros altivos y orgullosas puertas condenadas al desmoronamiento de la arenilla en que llevan consumiéndose más de cinco siglos.
Restos del templo en Fuentidueña, en ruinas. Llegados los años cincuenta del siglo pasado, cuando este santo País penaba la autarquía franquista que el aislamiento internacional había impuesto a un régimen que fuera aliado del fascismo más criminal, los gloriosos muros raídos de Fuentidueña cayeron bajo el ojo acaparador de los modismos impuestos por el capitalismo sin escrúpulos. Ya en la década de los años treinta, John D. Rockefeller había intentado hacerse con parte del patrimonio segoviano para el monumental e incomprensible proyecto The Cloisters que pretendía reunir en los Estados Unidos de Norteamérica una colección de monumentos religiosos medievales. Argumentando el mal estado del patrimonio y la buena vida que habría de llevar aquella, entonces y ahora, ruina olvidada por el Estado español, Rockefeller, a través del Metropolitan Museum of Art, propuso la adquisición del ábside de la iglesia de San Martín, sito en Fuentidueña, tras los sonoros fracasos cosechados en el resto de Europa. El gobierno español de aquel entonces, escamado por las noticias venidas del continente, había declarado monumento nacional la iglesia de San Martín en su lamentable conjunto previniendo saqueos y expolios varios, del mismo modo que, tres años antes se había hecho con el esqueleto moribundo del palacio real de Valsaín.
Pasada la guerra civil y llegado ese nuevo régimen que hubo de penar un desierto de casi quince años entre hambrunas y aislamiento casi global, la cuestión volvió a plantearse en el momento en que las puertas del primer mundo fueron abiertas para la grisácea España del general Franco en el contexto de la guerra fría y el mundo dividido en bloques. Ya entrados los años cincuenta, la oferta de cesión volvió a esgrimirse, esta vez directamente desde el museo neoyorkino. No sabría decir si animado por las nuevas relaciones internacionales, por el acceso a ese primer mundo negado durante décadas, por las necesidades económicas del campo y sus moribundas instituciones y la pobreza generalizada de un país en tránsito hacia ninguna parte o por todo en conjunto, la propuesta estadounidense se tuvo en cuenta sin que los vecinos de aquella Fuentidueña, herederos de quienes levantaran y defendieran cada uno de los sillares constitutivos de San Martín pudieran hacer nada.
En 1957, tras cinco años de negociación a varias bandas, el ábside de San Martín de Fuentidueña acabó desmontado en más de tres mil cajones para ser reconstruido en un pastiche infumable hoy visitable en el citado museo neoyorkino. A cambio de tan aberrante préstamo, el Estado español recibió seis frescos románicos de San Baudelio de Berlanga comprados ex profeso por el museo americano y depositados en el Museo del Prado, así como ciertos estudios y catalogaciones que satisficieran al gobierno español, en general, y a los directores del Museo del Prado y de la Real Academia de Bellas Artes de San Fernando implicados en la negociación, en particular.
El claustro de Santa María la Real de Sacramenia, ahora en Miami (Estados Unidos). Por lo que se refiere a los vecinos de Fuentidueña, la cesión por tiempo indefinido de su ábside les reportó la reconstrucción de la iglesia de San Miguel, su torre altozana y los maravillosos canecillos románicos. Eso sí, en ese estilo tipo pastiche norteamericano que también lucen las puertas de la catedral de Salamanca, donde uno no sabe si está ante una construcción histórica o el decorado propio de una película hollywoodiense. Además, el cementerio fue reforzado y garantizado su mantenimiento, circunstancia que, hoy en día, me temo que, como tantas otras cosas derivadas de este turbio asunto, ha caído en el olvido.
Así, pues, desde finales de 1957, un trocito de Segovia, de Fuentidueña, luce en esa exposición impostada del Metropolitan Museum of Art de Nueva York. A cubierto de las inclemencias de un tiempo destructivo para el patrimonio histórico ajeno a ese entorno, el ábside de San Martín de Fuentidueña recibe a los turistas sorprendidos de verse ante un pedazo de iglesia románica construida a principios del siglo XII por colonos cristianos en los duros años de defensa y consolidación de la extremadura castellana.
El ábside, por su parte, lo supongo asombrado de sentirse incómodo por tanta humedad, coronado con un crucifijo distraído durante esos años de alguna iglesia palentina, quizás Santa Clara de Astudillo, y decorado con múltiples pinturas y objetos totalmente desconocidos en sus casi ocho siglos de existencia.
Ahora bien, nada ofuscará a todas esas piedras paisanas que la vista perdida. No me negarán que no habrá alguna duda de preferencia entre una sala cada vez más vaciada de visitantes medio curiosos, medio despreocupados, y las maravillosas vistas que uno puede disfrutar desde el roquedal que se abre tras cruzar la puerta de Tras Castillo, aquella que solían pasar a la jineta los reyes de una Castilla ya perdida en la memoria de cuántos alguna vez se atrevieron a pisar el quicio de una historia totalmente desconocida.
EL MONASTERIO DE SACRAMENIA
Es obvio pensar, por otra parte, que semejante aberración perpetrada contra el patrimonio histórico y el compromiso debido a las nuevas generaciones no se sostuviera sobre algún precedente infamante. Que soy incapaz de pensar en mis paisanos de Fuentidueña viendo partir un pedazo de su pasado, por muy arruinado que estuviera, cruzados de brazos y sin entender nada de lo que allí estaba pasando.
Por otro lado, tampoco entiendo que aquellos gobiernos concomitantes con tamaño expolio monumental transigieran con tales pretensiones norteamericanas por mucho que supusieran las relaciones internacionales recién inauguradas por el régimen franquista sin que existiera precedente alguno. Y lo mismo podría decirse de aquel multimillonario estadounidense, reforzado de tal manera por sus millones de dólares que se podía permitir la propuesta de quitar una iglesia a una pequeña población europea como si de un supervillano se tratara. Lo cierto es que, para todos aquellos y, en general, para todo en esta miserable vida, siempre hay un lamentable precedente y, en el caso de Fuentidueña, bien cercano en el espacio y el tiempo.
Cumpliendo con esa tradición norteamericana de que todo se puede comprar y, si no tienes algo y lo quieres, no tienes más que hacer la oferta apropiada, el plutócrata estadounidense, magnate de los medios de comunicación, William Randolph Hearst, se antojó de construir una especie de parque temático histórico donde recrear aquello que, precisamente, no existía en un país que presumía de poseerlo todo.
Empeñado en recrear un espacio monumental que constituyera un modelo patrimonial semejante al modo europeo, le dio por construir un enorme castillo en California supuestamente inspirado en lo que entendía que era aquello en el viejo continente. Haciendo ese pastiche referido hace unos párrafos, Hearst empeñó gran parte de su vida y peculio personal, en algunos momentos ingente, para levantar entre 1919 y 1947 el llamado Castillo Hearst o Hearst San Simeon Estate. A medio camino entre un gótico imaginado y ese pseudo barroco recargado que no llega a ser rococó, el castillo de Hearst, hoy considerado Bien de Interés Cultural en términos legales estadounidenses, constituía un intento más de alcanzar una posición privilegiada suma, algo propio de alguien consumido por la megalomanía. Nada más que echar un ojo a la manipulación de la opinión pública llevada a cabo por sus diarios para fomentar la guerra contra España en 1898. Creador de la fase ponga Vd. las fotos que ya pondré yo la guerra, acabaría inmortalizado por Orson Wells bajo la máscara del famoso Ciudadano Kane.
Lo cierto fue que, en medio de la construcción de su castillo inventado, debió pensar que se podía mejorar aquello con algún aditamento verdaderamente auténtico. Y, a pesar de haber fomentado una guerra contra España, se vino por estos lares a bucear entre los restos olvidados de un patrimonio saqueado y destruido por la desidia institucional y las desamortizaciones interesadas y vacías de política social que tanto han abundado en nuestro lamentable pasado. En esas circunstancias de abandono absoluto encontró determinados espacios patrimoniales en la provincia de Segovia, consumida por la tracción demográfica de Madrid y Valladolid, dos ciudades en progresión geométrica catapultadas por el caciquismo provinciano más servil. Desamortizados los bienes que la iglesia poseía en esas manos muertas que ningún beneficio entregan a la sociedad que los creó, algunos monumentos languidecían en manos burguesas a la espera de una buena dosis de dólares, francos, rublos o libras que hicieran pasar el mal trago de ver marchar historia e identidad al lugar que fuera.
En esa condición se encontraba el viejo monasterio de Santa María la Real de Sacramenia.
Desamortizado en uno de los empeños decimonónicos fracasados de dinamizar la economía, el monasterio había sido puesto a la venta dada la inutilidad funcional de la infraestructura tras un incendio acaecido en el siglo XVIII. Supongo que la desamortización debió orientarse a dar otro uso a un monasterio abandonado por la orden del Císter, detentadora de aquella joya arquitectónica construida en tiempos de Alfonso VII de León y Castilla. Este rey, empeñado en ganarse la voluntad de los pardos habitantes de la extremadura y asegurarse la cristianización de la frontera, había decidido consolidar centros repobladores como el de Fuentidueña o el de Sacramenia, siguiendo la tradición de su abuelo, Alfonso VI, en clara competencia con su padrastro, Alfonso I de Aragón, quien se había esforzado de igual modo con la construcción del monasterio segoviano de Santa María y San Vicente el Real, cerrado apenas hace unos meses por el traslado de las pocas monjas que allí quedaban enclaustradas.
De modo que, quemado y desocupado, vendido a manos especuladoras, el antaño repoblador y fronterizo monasterio cisterciense de Santa María la Real de Sacramenia cayó en el radar del irreflexivo multimillonario americano ávido de patrimonio histórico que ornamentara su recién constituido señorío californiano. Una vez hecha la prospección, el monasterio fue tasado con rapidez y vendido en 1925, empaquetado en once mil cajas y trasladado a los Estados Unidos donde debería haber sido reconstruido en las cercanías del castillo Hearst.
ESCUDOS DE ARMAS DEL MONASTERIO DE SAN FRANCISCO EN CUÉLLAR
Trasladados de su espacio natural, el refectorio, la sala capitular y el claustro de Santa María la Real de Sacramenia habían sido almacenados en California a la espera de su reconstrucción. Para desgracia de aquel megalómano, los negocios se torcieron y la tendencia alcista de su posición económica acabó cayendo en una crisis sin fin hasta el momento de su muerte, acaecida en 1951. El monasterio en cajas que penaba en un almacén californiano pasó a remate como todo lo que formaba parte de la herencia en disputa entre acreedores de tan fulgurante fracaso personal. Las cajas fueron compradas finalmente en 1952 por los empresarios William Edgemon y Raymond Moss y trasladadas hasta Miami, en el estado de Florida. Allí se propusieron levantar el monasterio para convertirlo en una atracción turística, dado que sería y, sigue siendo hoy en día, el edificio más antiguo de los Estados Unidos de Norteamérica.
No obstante, los especialistas contratados por los nuevos propietarios no debieron quedar a gusto con el aspecto general de aquella compra una vez sacaron para montar los restos de las cajas en 1964. Perdido todo tipo de decoración, las paredes vestían sin lustre una desnudez propia de la reforma cisterciense, empeñada en purificar el cristianismo en los años florecientes del renacimiento europeo experimentado en el siglo XII. Siendo lógico para un medievalista el apreciar la simplicidad del sillar tallado y la junta a hueso de los muros, no pareció suficiente para unos histriónicos personajes imbuidos de una necesidad patológica de orgullo aparentado.
Vamos, que las paredes necesitaban adornos que acallaran ese horror vacui presente en todo hortera que se precie.
Y, ya que andaban comprando por allí, en esa Segovia que nada quería saber de su patrimonio histórico, acabaron por tirar de los restos de patrimonio saqueados de Cuéllar, que de monumento raído y poco protegido han podido penar nuestros paisanos durante siglos. En ese sentido, sin duda alguna, el monasterio de San Francisco o la iglesia de San Pedro constituyen ejemplos del desatino político respecto al patrimonio padecidos por la maravillosa villa segoviana.
Desamortizados y abandonados a la suerte del cacique especulador, los restos del monasterio franciscano pasaron a ser objetivo de cuantos traficantes de patrimonio se dejaran caer por allí. Si bien hubo algún intento por preservar esos tesoros creados a partir del esfuerzo de los pobladores de la comunidad de villa y tierra cuellarana, como la reubicación de la capilla mayor en el castillo de Viñuelas, el púlpito de mármoles que reposa en la catedral segoviana o las imágenes reubicadas por el resto de iglesias y capillas cuellaranas, la mayor parte de las joyas franciscanas fueron puestas a la venta quedando dispersas a lo largo y ancho de un mundo que sólo entiende de dinero y presunción.
Y fue por ese azar que Sacramenia y Cuéllar terminaron unidas en la distancia gracias a la avidez económica de unos y de tradición histórica de otros. Vendidos los sepulcros del panteón real de San Francisco al fundador de la Spanish Society of America, Archer Milton Huntington, buena parte de los escudos de armas que enlucían aquel hoy putrefacto monasterio cuellarano fueron adquiridos por los dos paisanos de aquel otro encaprichados por levantar un monasterio cisterciense segoviano a la sombra de las palmeras de la Florida americana. Circunstancia que, desde los años sesenta del siglo pasado, pueden comprobar, si tienen la fortuna de darse un paseo por el soleado estado del sureste americano.
VACIANDO SEGOVIA
No sé si por suerte o a causa de la falta de coraje existente en algunos de aquellos caciques desahogados, una buena parte de las joyas muebles de aquel destripado monasterio cuellarano permanecieron en la villa, formando aún parte del patrimonio sentimental de mis queridos paisanos y, espero, argumentos esenciales para la pervivencia de una fuerte identidad local no solo enraizada en tradiciones banales y persecuciones taurinas. Que todos y cada uno de aquellos tesoros arrogados por la estirpe nobiliaria detentadora de la titularidad de los restos monumentales de Cuéllar fueron creados con una lluvia millonaria de gotas sudadas por las espaldas de campesinas y segadores nacidos en las tierras de Cuéllar, perfectamente retratados en la trova al segador tan bien cantada por el Nuevo Mester de Juglaría.
Lo mismo podría decirse de cada una de las piedras levantadas en Sacramenia o Fuentidueña y en tantos otros lugares no sólo de esta extraordinaria Segovia que no me canso de pregonar: la preservación del patrimonio histórico ya sea monumental, escrito o natural, es una obligación tanto del propio Estado, al que siempre dejamos solo ante el peligro, como de todos y cada uno de los españoles que compartimos este momento vivido. Legar el pasado al futuro es la más importante de las responsabilidades del ciudadano, puesto que da sentido a una vida conectada de forma contingente.
Vaciar de patrimonio las ciudades, villas y aldeas segovianas solo conduce a la desconexión del futuro con el pasado, al tránsito hacia cualquier otro lugar de individuos y a la despreocupación respecto a la responsabilidad citada. Sin patrimonio que custodiar y difundir, pronto poco nos importará el abandono del medio o la conversión en capital a corto plazo de sus recursos, para, una vez exprimido hasta el último euro o dólar posible, dejar que la maleza ocupadora del espacio que una vez fue nuestro se consuma entre las llamas de la desvergüenza más siniestra y falaz.
En el otro extremo, aquel en el que pena nuestro patrimonio saqueado por la escoria especuladora siempre envuelta en banderas que sólo ocultan buenos fajos de billetes, el daño resulta igualmente irreparable. Impostando un pasado nada se logra, más allá de minusvalorar la propia tradición. Ya me dirán qué se puede comparar en todo el territorio estadounidense con la inmaculada belleza inherente en las líneas simples de un monasterio del siglo XII. Esos claroscuros perpendiculares que hechizaran a Miguel Delibes en Silos dejan boquiabiertos en el momento que leen estas líneas a una plétora de turistas estadounidenses incapaces de comprender la trascendencia que empujó a una comunidad a levantar tan sorprendente construcción.
Por otra parte, el peso de esa historia extraída e incomprendida no lleva a otro camino que no sea el olvido de los orígenes propios. Centrados en las maravillas sacadas de contexto, ya nadie recorre el Old Spanish Trail que comunicaba Jacksonville con San Diego, ni visita los cientos de asentamientos o presidios donde aquellos colonos españoles implantaron las técnicas de repoblación y asentamiento de comunidades que dieron sentido a los magníficos monasterios de Sacramenia y Cuéllar, así como al tesoro imperecedero que constituye la villa de Fuentidueña.
Conectados por esa esencia generadora, presidios y monasterios nacidos en la Castilla inmortal, el León infatigable y la España de la azada raída y gario oxidado, deberían llevarnos hasta el reconocimiento de la férrea voluntad de esos campesinos capaces de constituir ese embrión que una vez sería España y sus colonos descendientes en el Nuevo Mundo.
Conscientes de la importancia que el patrimonio ostenta en esta conexión necesaria, no tenemos otra posibilidad que aprender de ese condenado error permanente y, a través de un libre aprendizaje continuo, recuperar el sentido de protección patrimonial que nunca debimos perder ni olvidar, puesto que allí, entre esas piedras perdidas, se halla el único futuro posible.