"El arte no vale nada si no tiene un relato que lo acompañe"

Maricruz Sánchez (SPC)
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Javier Sierra regresa al universo del misterio de la mano de 'El plan maestro', un viaje revelador por algunos de los más emblemáticos museos del mundo, jalonado de hechos reales y ficticios, que invita a mirar el arte con otros ojos

"El arte no vale nada si no tiene un relato que lo acompañe"

Son las ocho en punto de la tarde y la Puerta de los Jerónimos del Prado escupe a una marabunta de visitantes. Es lunes y, pese a ello, la pinacoteca madrileña bulle en su hora de cierre con absoluta plenitud, ocupada por decenas de curiosos que, como en la legendaria Torre de Babel, expresan en distintas lenguas sus impresiones al abandonar el recinto. Tras ellos se baja el telón de una jornada más en uno de los más importantes museos del planeta y, al abrigo de la noche, otra puerta está a punto de abrirse ahora para deleite de solo unos pocos privilegiados convocados a un plan que se antoja prohibido

Al otro lado aguarda Javier Sierra, Premio Planeta en 2017 con El fuego invisible, autor de grandes éxitos literarios y avalado por sus más de siete millones de ejemplares vendidos en 44 países. Se presenta como el anfitrión de la velada. «Hoy voy a ser vuestro chamán», asegura, para introducir un evento que arranca bajo la premisa de que «el arte no vale nada si no tiene un relato que lo acompañe».

El turolense así lo afirma, después de alumbrar su último proyecto -en los corrillos de la cita se dice que «el más ambicioso»-; una obra que aspira a cerrar el círculo mágico que abrió hace 12 años El maestro del Prado y que en su propio título deja ver este objetivo: El plan maestro (Editorial Planeta).

Antes de poner rumbo a la mítica sala 56-A de la pinacoteca, una de las más concurridas por albergar las sugerentes obras de El Bosco, Sierra introduce la presentación al igual que hace en sus libros. Así, cuenta como un experimento realizado con niños a finales del pasado año evidenció que solo cuando a los pequeños se les contaba la historia que escondía un lienzo, este lograba captar su plena atención. 

«El relato que acompaña a cada pieza es lo que hará que trascienda  y en el caso de los niños esto cobra un especial sentido, porque ellos aún no se han sometido a lo que la ciencia denomina poda sináptica. Este proceso, por el cual se van eliminando las conexiones entre las neuronas en el cerebro, natural en el desarrollo de los mamíferos, hace que la mirada singular de la etapa infantil se vaya perdiendo...se endurezca», explica el autor.

Esa percepción primigenia se revelará decisiva en el desenlace de su nueva novela, en su intento por demostrar, como aseguran gran cantidad de expertos, que los pequeños tienen un instinto innato para reconocer arte en una pared prehistórica. «Su cerebro, más plástico, les permite ver lo que les pasa inadvertido a los adultos, como quien descifra figuras en las nubes», añade. 

Esa cualidad de mirar con ojos nuevos, ajenos a la lógica propia de la madurez, se esconde según Sierra en el hecho de que muchas de las manos tintadas que pueblan las cavernas prehistóricas sean de niños. «Las representaciones en esas épocas remotas tenían una visión animista de la realidad, lo que llevaba a los primeros pobladores a entender las paredes de esas grutas como una especie de membranas que, si se tocaban, permitían palpar un universo más allá», incide.

Esa atmósfera sagrada, trufada de misterio, impregna el alma de El plan maestro, retomando el relato sembrado por El maestro del Prado (2013) para atar todos los cabos sueltos que dejó en el aire y explicar las incógnitas que en él quedaron pendientes. En ese libro, un entonces mucho más desconocido escritor construía una historia sobre el encuentro que, siendo un joven estudiante, tuvo en primera persona en el Museo del Prado con el doctor Luis Fovel.

Ese personaje, de nombre ficcionado pero de existencia real, como asegura el autor, y al que afirma no haber visto nunca antes ni después, parecía conocer la vida oculta de algunas de las obras maestras de la pintura. Tanto le impactó su erudición y el aura de misticismo que irradiaba que lo convirtió en protagonista entonces de su obra, para recuperarlo ahora tras más de una década en un viaje literario ambientado no solo en el Museo del Prado, sino también en otros grandes templos del arte como el Louvre, los Uffizzi, la Casa Azul de Frida Kahlo o las cuevas de Lascaux.

Sin embargo, más allá de los escenarios geográficos en los que se desarrolla la trama, Sierra invita al lector a transportarse en el tiempo, a pensar en el papel del arte, de la astrología antigua o de los distintos futuros que se abren ante la humanidad y la posibilidad de influir en ellos desde el presente actual. Y así lo hace de nuevo en esta singular noche en la pinacoteca madrileña, conduciendo a los allí presentes entre las silenciosas salas del emblemático recinto, ahora vacías tras el bullicio de un día más en su rutina de actividad...

Doble visión

Siguiendo sus pasos, sin poder evitar las miradas indiscretas de los personajes cuyos retratos cuelgan de las paredes (desde reyes a príncipes, santos o figuras oníricas), el autor se detiene ansioso ante una de sus piezas fetiches: El jardín de las delicias (1500-1505), de El Bosco. Una tabla tríptico que, a su juicio, es una clara obra puerta a otras dimensiones de la realidad, pues pone en práctica lo que denomina doble visión. La singular pieza esconde, como aclara, un ojo supremo, una conexión con la divinidad o la deidad presente en otros lienzos de este genio de los pinceles del Renacimiento, como la Mesa de los pecados capitales (1500-1510). 

Por eso, incide el turolense, «es normal sentirse observado al pasar junto a obras como esta, una impresión que trasladan visitantes y trabajadores y que no es casual, quería intencionadamente plasmarla su creador». Es más, expresa su convicción de que lugares así están repletos de forasteros misteriosos ocultos en los lienzos, «guardianes venidos a recordar (como el famoso fantasma del Louvre, Belfegor) enseñanzas que, en tiempos remotos, alguien trasladó a la humanidad marcando su evolución, aunque ahora creamos que son figuras inventadas». 

Escrutado por esos seres, asegura que su libro «es un alegato a favor de pulsar el botón de pause» en una época al dictado de la inmediatez, para «dejar que las pinturas hablen». Por eso, admite, «en un museo yo ya no veo cuadros, sino novelas que solo necesitan tiempo y ser miradas con otros ojos».