El presidente del Gobierno, Pedro Sánchez, entra en el mes de mayo, crucial para su supervivencia, cumpliendo ciento sesenta y seis días, ni siquiera seis meses, desde su investidura en noviembres y cuando falta exactamente un mes para que pueda conmemorar sus seis años en La Moncloa, tras la moción de censura a Rajoy. Y estos 166 días, incluyendo los cinco de 'reflexión' sobre si dimitía o no, han sido posiblemente los más convulsos de un sexenio que no ha estado precisamente falto de sustos, sorpresas, irregularidades, incumplimientos y maniobras de todo tipo. No todos achacables, naturalmente, en exclusiva al Gobierno de coalición que fue socialista-podemita y hoy es del PSOE y Sumar. Un período, en todo caso, que poco tiene que ver con el paradigma suizo de que, para ser perfecta, una democracia tiene que ser aburrida.
En la trayectoria de esta Legislatura especialmente enervante hay un antes y un después del 'parón' que el presidente se decretó a sí mismo la pasada semana para reflexionar durante cinco días sobre si dimitía o no. Nadie, que yo recuerde, en la política europea había hecho jamás algo semejante; ni siquiera aquel Estanislao Figueras, primer presidente de la Primera República española, que en 1873 se largó abruptamente a París porque estaba "hasta los cojones de todos nosotros". Y creo sinceramente que Sánchez hizo bien, al final de su 'reflexión', que me niego a pensar que fuese un cálculo político sin más, manteniéndose en el cargo; lo contrario, su dimisión, hubiera provocado un espasmo en todo el 'corpus' político, social y quizá económico de la nación. Pero hizo mal no citando una fecha para su marcha o, en todo caso, para la revalidación de su cargo en las urnas. Porque Sánchez tiene que ir pensando 'de verdad' en marcharse tras sus seis años de poder tormentoso.
Pedro Sánchez ha pasado de, sedicentemente, estar meditando en su dimisión como primer ministro a declarar en su última entrevista que se presentará como candidato a sucederse a sí mismo en las próximas elecciones, que él sigue fijando allá por la lejanísima fecha de 2027. Pero puede aventurarse que, si continuamos con los espasmos de los 166 días pasados y, si me apuran, de los últimos seis años, va a ser imposible que Sánchez se perpetúe en el poder más allá de unos pocos meses. Y el primer hito serán las elecciones catalanas del próximo día 12, poco más de una semana falta.
Esa será la primera prueba de fuego. Puede que Salvador Illa, un magnífico candidato a mi entender, gane las elecciones en Cataluña y que, pacto con ERC y los Comuns mediante, pueda convertirse en el molt honorable president de la Generalitat. Sánchez, desde La Moncloa, se apuntará un tanto a través de 'su' representante en Cataluña. Pero otra cosa será la reacción que una derrota, agravada por la convicción de que su amnistía no va a ser cosa de pocos días, sino de muchos meses si es que todo sale bien, pueda provocar en Carles Puigdemont, cercano a cumplir los siete años de 'exilio' (él lo llama así). Y que ha prometido dejar la política si no es él, en vez de Illa u otro, quien presida la Generalitat.
Y si pierde se irá, estoy convencido... pero antes lo destruirá todo a su paso, comenzando por el nunca escrito acuerdo parlamentario con el PSOE para mantener a Sánchez. Que es a la vez, suprema paradoja en el país de las paradojas, socio y principal enemigo de Puigdemont. Y, sin los siete escaños aliados de Junts, o como quiera que vaya a llamarse el partido 'pospuigdemonista', adiós a Pedro Sánchez, que correría el riesgo cierto de caer en una moción de censura.
Luego vendrán las elecciones europeas, en las que los sondeos sonríen esperanzadoramente al Partido Popular (claro, si sus dirigentes no se empeñan, como suelen, en fastidiarlo todo en la recta final) y auguran no muy buenos resultados para el PSOE. Pero, sobre todo, serán las instituciones las que caerán sobre la espalda presidencial. A los hombres de leyes no les gusta que, entre otras cosas, se retuerzan constantemente los artículos de la Constitución: el de la amnistía, el que regula los encuentros del Rey para encontrar un candidato tras las elecciones, el del referéndum, el de la convocatoria electoral (se hizo inconstitucionalmente, a mi juicio), el de los Presupuestos (ídem) y ahora, el 122, que habla de la composición del Consejo del Poder Judicial. A este paso, la presión sobre el Tribunal Constitucional, esté como esté configurado, va a ser insoportable. Y muchos jueces, ya se está viendo, camparán por sus respetos. De momento, el PP va a 'judicializa' no poco algunos pasos en falso del Gobierno, a lo que unirá otra tanda de manifestaciones en la calle, para lo que valgan.
No sé cuánto tiempo podrá soportar la actual estructura anímica de La Moncloa tanta presión, unida a los carraspeos que vienen de la UE, en el sentido de que hay cosas que no se están haciendo demasiado bien en la política española. Sí sé que incluso los medios más pro-Sánchez (no digo 'sanchistas' porque es término que se emplea como arma arrojadiza) ya abogan, incluso editorialmente, por la conveniencia de que en el PSOE se vaya buscando un relevo. Abrir esa sucesión que Sánchez, tras su reflexión dimisionaria, ha querido ahora cortar de raíz. Sé que esto que digo podría incluirme en no se qué clasificación, hasta de 'pseudoperiodista', tan en boga, ay, en tiempos del cólera; pero, para mí, lo cierto es que Sánchez, pase a lo que pase en las catalanas y en las europeas, incluso aunque el inestable Puigdemont le siga apoyando coyunturalmente, incluso aunque se mantenga la coalición de gobierno, incluso aunque 'los cinco' de Podemos sigan votándole, ha empezado una carrera descendente.
Caerá más temprano que tarde, entre otras cosas porque su agravado síndrome de Hubris -sí, ese trastorno, tan bien estudiado por los griegos y por David Owen, que afecta a algunas personas inteligentes con poder, que se creen superiores, invulnerables y mejores que nadie_acabará matándole políticamente. Y entonces, me temo, más dura será la caída, que ya he dicho alguna vez que ocurrirá como farsa, no como tragedia. Porque el síndrome de Hubris solo tiene, que se sepa, una cura: que el poderoso se baje del pedestal de su poder.