Deberían ser tiempos de unidad para afrontar juntos los retos y las dificultades crecientes. Tiempos de trabajar por lo que nos une y evitar lo que nos separa. Lamentablemente éstos parecen tiempos de oscuridad y de incertidumbre, llenos de problemas y dificultades, de incoherencias y contradicciones, pero, sobre todo, de división. La conversación sobre los temas fundamentales está corrompida por la voluntad explícita de los que deberían estar obligados a hablar, a acordar y a dirigir todas sus decisiones al bien común, al interés general. Es evidente, como señala Antonio Garrigues, que tenemos un problema con los modelos de gobernanza democráticos.
Si eso es así a nivel mundial, en lo que nos toca, en lo más cercano, la práctica totalidad de las instituciones está bajo sospecha, cuando no claramente contaminadas por la distorsión intencionada de sus fines. El Parlamento, el Tribunal Constitucional, la Fiscalía, el Poder Judicial son instrumentos políticos partidistas. Hace poco el nuevo ministro de Cultura ha afirmado que la cultura es un instrumento de combate contra la extrema derecha. Así lo entienden. Desde las filas de esa otra extrema, la derecha, el insulto, la censura y la cerrazón forman parte esencial de sus programas y de sus actuaciones. Unos y otros, incapacitados para gobernar con consensos y para todos, quieren exacerbar la posición de los ciudadanos y llevarlos al enfrentamiento, a la imposibilidad de dialogar y entenderse. En esa guerra sólo ganan los que quieren destruir. En el Parlamento se va a debatir, con la complicidad --y ya veremos si el asentimiento del PSOE-- asuntos que "tanto preocupan" a los ciudadanos como la despenalización de las injurias a la Corona, los ultrajes a los símbolos nacionales, las ofensas a los sentimientos religiosos, el enaltecimiento del terrorismo y hasta la obligatoriedad de jugar con la selección española en competiciones deportivas. Eliminado eso, todos seremos más felices y el crecimiento económico de España y su prestigio internacional serán imparables.
En medio de esta situación, sólo la Corona, sólo el Rey parece mantenerse en su lugar constitucional, a pesar de todo. A pesar de que los principales socios de este Gobierno desprecian al Rey, incumplen su obligación constitucional de acudir a sus llamadas, evitan estar presentes con él en los actos públicos y promueven el final de la Monarquía y de la actual Constitución. A pesar de que este Gobierno permite y ampara estos desplantes y estas graves faltas de respeto. A pesar de que algunas propuestas del Gobierno, como la de la amnistía, son una enmienda a la totalidad al discurso del Rey el 3-O. A pesar, también, de quienes, desde el otro extremo, le piden que haga lo que constitucionalmente no puede ni debe hacer. Sólo el Rey es hoy la garantía de la unidad de España, de la moderación y del consenso. Sólo la voz del Rey llama al entendimiento y a la colaboración entre demócratas. Sólo el Rey transmite confianza y seguridad. La Corona ha sido durante estos últimos casi cincuenta años, una garantía de estabilidad y de progreso. No podemos dejar sólo al Rey frente a unos ni frente a los otros.
Y, en medio de ese clima, me parece intolerable que el presidente del Gobierno se preste a dialogar en territorio extranjero y lo prepare todo para recibir con honores de jefe de Estado y de político de altura y de confianza a un prófugo de la Justicia, a un enemigo declarado de España y de su Rey, al político que intentó dar un golpe de estado y que dejó tirados y camino de la cárcel a sus cómplices y que el Rey Emérito, a pesar de sus claros y serios errores pero con un indiscutible bagaje político por España, tenga que venir a su país casi a escondidas y no pueda regresar y vivir entre nosotros como un ciudadano con todos los derechos. Es lamentable.