Del gafe al milagro: 25 años del nuevo Teatro Real

Javier Herrero (EFE)
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La reforma para reinaugurar el coliseo madrileño estuvo plagada de vicisitudes que hacían impensable que se convirtiera en el mejor espacio lírico del mundo que es hoy. Tuvo que llover mucho...

Imagen de archivo del interior del madrileño Teatro Real. - Foto: EFE

Galardonado en 2021 como el mejor espacio lírico del mundo, la reapertura hace 25 años del Teatro Real auguraba todo lo contrario con un presupuesto disparado, constantes retrasos, encendidas luchas políticas, la inesperada muerte de su arquitecto, dimisiones y el desplome de una lámpara de tres toneladas.

Construido entre 1818 y 1850 gracias a la afición por la ópera de la esposa de Fernando VII, la reina María Cristina, y de su hija Isabel II, vivió tiempos de gloria hasta que el declive de su estructura, agravado por las obras del Metro, hicieron aconsejable su cierre por el peligro de derrumbe.

En varias ocasiones se intentó su recuperación como centro moderno de ópera, pero ninguna prosperó y el espacio, consolidado solo en su exterior, hubo de limitarse a acoger conciertos de música clásica, las dependencias de instituciones como el Ballet Lírico o la Escuela Superior de Danza o eventos como el Festival de Eurovisión de 1969.

Fue en 1988 cuando arranca el intento definitivo por otorgarle su naturaleza actual y devolver las representaciones líricas a su seno con un gran proyecto del arquitecto José Manuel González Valcárcel y las miras puestas en 1992, el de la capitalidad cultural europea de Madrid.

«Será uno de los teatros de ópera más importantes del mundo de los próximos 20 años», pronosticó el entonces ministro de Cultura, el socialista Jorge Semprún, un vaticinio acertado en el alcance, pero completamente erróneo en el plazo en el que alcanzaría tal condición.

Porque la reforma, que arrancó en 1991 tras el arduo desalojo de todas las instituciones que albergaba (la Escuela de Arte Dramático, por ejemplo, se rebeló hasta que les asignaron una nueva sede), se dilataron sobremanera retrasando constantemente la fecha de apertura: que si 1993, que si 1995, 1996...

Las obras se alargaron casi tanto como el presupuesto final, que pasó de los 1.800 millones de pesetas (casi 11 millones de euros) proyectados inicialmente a 20.000 millones (120 millones de euros), es decir, casi 10 veces más.

Aquel pozo sin fondo cuya inauguración nunca parecía llegar se convirtió en un recurrente motivo de fricción política entre los partidos que se repartían las diversas administraciones públicas copartícipes del proyecto y, por tanto, del coste, del Gobierno a la Comunidad Autónoma, pasando por el Ayuntamiento.

En medio de todo el rifirrafe, otras circunstancias inesperadas agravaron el avance de las obras. En 1992, en medio de una visita a las mismas con un grupo de periodistas para ver el avance, el arquitecto González Valcárcel sufrió un infarto a los 79 años y falleció.

El Ministerio de Cultura otorgó la continuación de la reforma a Francisco Rodríguez de Partearroyo, que realizó un estudio de alternativas que lo transformaron en un nuevo proyecto y que en 1995 dio por concluidos los trabajos de reforma, pero no los accidentes.

En noviembre de 1995, la colosal lámpara de araña de casi tres toneladas que colgaba sobre el patio de butacas se desplomó. No hubo que lamentar víctimas, pues se produjo durante unas labores de acondicionamiento, con el teatro vacío, pero hasta su reconstrucción dio mucho de sí para alimentar el supuesto gafe del Real. Tampoco concluyeron los problemas en el despegue administrativo y artístico, con críticas al alto precio que tendrías las entradas. Se llegó a decir incluso que una ciudad que había perdido su tradición operística no tendría público suficiente para llenar las 1.800 localidades por función (se perdieron 200 en pro de la visibilidad en todas ellas, otro motivo inicial de ataques).

Dimisión

A nueve meses de la apertura, su primer director artístico, Stéphane Lissner, presentó su dimisión a la entonces ministra de Cultura, Esperanza Aguirre, por considerar que los recortes en el presupuesto para la programación afectaría «a su calidad y a los compromisos ya adquiridos».

Hubo más luchas en el ámbito musical, con disensiones respecto al programa de la apertura, al director de la misma (se manejaron los nombres de Rafael Frübeck de Burgos y Víctor Pablo Pérez entre ellos) y al conjunto que se sentaría de forma permanente en el foso, la Orquesta Nacional de España (ONE) o la Sinfónica de Madrid.

Al final, fue esta última la que se convirtió en la orquesta titular del Real, pero no en su inauguración en octubre de 1997, que tuvo a la ONE como protagonista bajo la batuta de Luis Antonio García Navarro para interpretar La vida breve y el ballet El sombrero de tres picos, de Manuel de Falla, en una noche en presencia de los Reyes en la que se olvidaron todos los dramas.

A sus pies, una caja escénica de 74 metros que podría albergar el edificio de Telefónica de la Gran Vía madrileña con una sofisticada tecnología que permite el montaje simultáneo de los decorados para tres óperas y «una acústica a la altura de la de La Scala de Milán».

Aquel «niño» que se encontró Hugo de Ana cuando poco después, en 1998, estrenó su grandiosa producción de Aida de Giuseppe Verdi es hoy «un hombre de 30 años» que ha madurado en todos los sentidos. «Conozco teatros que igual en un año hacen un espectáculo interesante, pero el Real es capaz de conseguir varios de un nivel elevadísimo en una misma temporada», destaca.

«Eso solo lo logra un espacio con la calidad y experiencia que le han dado los años a todos sus equipos, del coro a los técnicos, pasando por los maquinistas», destacó a unos días de devolver su Aida a estas tablas que recibieron el International Opera Award al mejor teatro de ópera del mundo en 2020 y que acaban de ser completamente renovadas al cumplirse 25 años de su colocación.

Por todo ello, remacha De Ana, «el símbolo de Madrid ya no son el oso y el madroño, es el Teatro Real».