Un reportaje de la Agencia Ical hacía patente hace unos días el desafío de atender las parroquias de los pueblos en Castilla y León. El problema no es nuevo pero se manifiesta cada fin de semana: ésa es la cadencia. Y olvidarse de él no es la solución.
León tiene casi 800 unidades parroquiales. Atenderlas es una proeza semejante a la evangelización de sudamérica en la época colombina. Pero si además faltan sacerdotes, pues ya se sabe: Thierry Rabenkogo Mbourou, cura gabonés, entre nosotros desde 2007, lleva 26 parroquias. En Salamanca, Andrés González Buenadicha atiende 13 municipios de la zona de la Armuña. En Aliste, Teo Nieto lleva más de 40 parroquias zamoranas. Y así en todos lados.
La duda que albergo es no ya respecto del preocupante presente sino del extremadamente incierto futuro. Y no hablo de un porvenir distante, sino de los próximos años inmediatos donde las penurias se van a agravar no solo por la falta de vocaciones (los seminarios están semivacios) ni de efectivos sino por la tibieza con que se está acometiendo este problema.
Se diría que este es un asunto tabú para el amilanado «establishment» de lo laico como políticamente correcto. Añadiría un cierto apocamiento por parte de la Iglesia, quizá achantada por el hostigamiento con que se ensañan quienes meten todo en la trituradora sin distinguir lo magro de lo gordo.
Vienen las fechas de Navidad. La gente celebra a su modo un evento religioso en su sustancia pero ya civil en su desarrollo y comercial en su naturaleza. Vienen los portales de belén, las misas del gallo, las tradiciones.
Y mientras, parece desmoronarse el tinglado de quienes atienden en lo rural todo lo que concierne a la naturaleza religiosa de las sociedades católicas que nos preceden y en las que nos desenvolvemos. Es una pena. Ayudaría que más de un prescriptor público, en forma de político o similar, se diera una vuelta por alguna misa del gallo de algún pueblo ataviado con sus equipos de comunicación. Efecto imán.