Dicen que Franco aprovechaba los últimos días de julio y el mes de agosto para 'colar' por la puerta de atrás, cuando todo el mundo se empeñaba en olvidar y mirar hacia otro lado, las decisiones que consideraba que podrían ser más polémicas para la ciudadanía. Y mira que al dictador parecía no importarle un bledo lo que pudieran pensar o no los ciudadanos: él tenía sus propios caminos para ejercer su omnímodo poder.
Pero, desde entonces, los gobiernos democráticos no han perdido la oportunidad de maniobrar en la oscuridad aprovechando que la excesiva luz agosteña parece cegar a la opinión pública y publicada. Y así, hasta este mes de agosto. El agosto más raro de mi vida profesional, y mira que he vivido agostos 'raros', entre ellos el pasado, en el que salíamos de las elecciones también más atípicas de mi vida, celebradas un 23 de julio y, encima, convocadas de manera inconstitucional sin que nadie pareciera querer salir a denunciarlo.
Lo que más sorprende es, claro, que el presidente del Gobierno, que milagrosamente nos ha permitido enterarnos de que ha aterrizado en La Mareta tras más de una semana virtualmente desaparecido en ignoto paradero, mantenga su silencio. Dieciséis días sin dar cuentas a electores y pagadores de impuestos de qué es lo que ha ocurrido en las trastiendas (y en los frontispicios) del poder, con un intento de abrir en canal el Estado incluido. Y ha aguantado estoicamente las especulaciones -personalmente, creo que sin sentido-de una connivencia oficial en la saga/fuga de Puigdemont, la escapada más extraña que delincuente alguno haya podido protagonizar.
Está como desaparecido ante la actualidad nacional, incluyendo la victoria de Illa en su investidura como president de la Generalitat -un hecho que va a cambiar muchas cosas en la política española--, y también ante la internacional, limitándose a hacernos saber por sus servicios de prensa que planea un viaje al África 'inmigrante ilegal' a finales de este mes. Sánchez está --voy a utilizar de nuevo la palabra, que está de moda-- "raro".
Tengo para mí que sigue tocado por la avalancha de acusaciones periodísticas y de la oposición acerca de las actividades de su mujer, Begoña Gómez, y de su hermano. Una persecución seguramente intrascendente desde el punto de vista penal, pero que, dicen los que aseguran conocer el paño, está tocando los nervios del presidente del Gobierno, que cada vez tiene más difícil regresar simulando, como suele, que nada ha pasado. Y es que ha pasado mucho en este mes de agosto. Lo de Puigdemont es apenas la punta de un iceberg cuya parte más oculta incluye un pacto entre el PSC y ERC, el pacto de investidura de Illa, que, es de esperar, jamás podrá desarrollarse tal y como está planificado porque es abiertamente inconstitucional entre el artículo 2 y la disposición adicional primera de la Carta Magna, si así se me permite llamarla.
El mayor o menor trasfondo de un mes de agosto queda reflejado en las expectativas de lo que ocurrirá en septiembre y en el otoño en general: recomposición de los maltrechos independentistas, probable pérdida del apoyo de los siete diputados de Junts a Pedro Sánchez y al Gobierno socialista y la enorme batalla jurídica y judicial que nos viene, con un Tribunal Supremo empeñado contra la amnistía y un Tribunal Constitucional que tendrá que declararla (¿o no?) conforme a la ley fundamental. Entre otras muchas cosas.
Y claro que Puigdemont volverá cuando toque. Como una persona 'normal', por mucho que algunos colegas se empeñen en publicar que quienes decimos que el ex president fugado en Waterloo está liquidado lo hacemos inducidos por el Gobierno (¿?). Nunca he recibido argumentario alguno ni del PSOE, ni del PP ni de ningún otro estamento oficial. Creo que los socialistas, en el 'affaire Puigdemont', no tienen ni argumentario ni idea alguna y sí mucha confusión. Y ya digo que lo peor de todo es el silencio del máximo hacedor y desfacedor de la política española, allí encerrado ahora en La Mareta, acerca de qué se hará con el re-prófugo.
Pero me parece que una de las pocas satisfacciones del señor de La Mareta (y de Doñana, y de La Moncloa, y de Ferraz y...) en este agosto de pesadilla ha sido la constatación de que Puigdemont está muerto políticamente, aunque él no lo sepa del todo. Luego vendrá todo lo demás en la que sin duda será la batalla de septiembre. Y de octubre, y de noviembre. Todo ahora impensable, porque uno de los mayores déficits que tenemos los periodistas es que aún pensamos que el sentido común y lo previsible es lo que sigue rigiendo en el acontecer político. Y, simplemente, resulta que no es así, como bien sabía Franco, que mandó absolutamente contra las reglas de la lógica durante cuarenta años. Pero, si quiere ejemplos más cercanos, mire, si no, a este agosto, el más raro, ya digo, que yo he conocido en mi vida profesional.