Alguien ha querido instalar la idea equivocada de que los jubilados cobran pensión porque los activos laborales sufren el esquilmo de su sueldo a tal fin. Esta creencia es más notable entre la gente joven, tal vez por falta de información y por el resentimiento de conocer que la pensión del abuelo en muchos casos es muy superior al dinero que el nieto percibe por su trabajo. No se explica suficientemente que la pensión es consecuencia del resarcimiento del jubilado por décadas de contribución a su propia hucha del ahorro en poder del Estado. Que simplemente el pensionista rescata su propio dinero y que aquello que los más longevos perciben a mayores del cálculo estadístico de vida, es compensado por millones de trabajadores cotizantes que han fallecido antes de llegar a la edad de jubilación. El problema es que esa hucha no existe, se ha volatilizado. Los sucesivos gobiernos han empleado el dinero de la hucha del trabajador para otros menesteres y la pensión se cubre con el dinero de los contribuyentes activos (9.000 millones), a los que también se les saquea en una especie de estafa piramidal. Contribución, por otra parte, y fuera de cierta lógica, que también ha de cubrir aquellas pensiones de carácter social, no contributivas derivadas de un trabajo anterior, como son las destinadas a viudedad (2.000 millones), a las personas con incapacidad (1.000 millones) o a la atención de huérfanos y al favor familiar (200 millones). Y al nada despreciable fraude que todos conocemos.
En España hay diez millones de pensionistas, aproximadamente un pensionista por cada dos trabajadores en activo. El sistema a largo plazo resultará insostenible, salvo que el déficit demográfico cambie su tendencia (improbable) o que la inmigración de activos laborales cubra la progresiva disminución de la mano de obra patria. La situación está siendo utilizada por los bancos para promocionar los fondos de pensiones. Tal vez sea esta una de las causas de la confusión que provoca la incomprensión de los jóvenes. Por una parte, la realidad salarial respecto al coste de la vida y, no menos importante, el convencimiento de que la sociedad consumista en la que viven es un gracioso privilegio del destino. Y al destino, claro, no cabe renunciar.