Una niña de ocho años le escribe una carta a Papá Noel y le pide que le acosen menos en la escuela y poder tener más amigos.
Tenemos un problema que no se ve, que, al parecer, no preocupa excesivamente, y del que reparamos cuando un niño, una niña, cuando la vida es una carretera que parece infinita, decide no emprender el camino y se abraza al suicidio.
"El sadismo de nuestra infancia" tituló mi añorado Terency Moix uno de sus libros, por cierto, prologado por Rafael Alberti. En esa etapa que denominamos, con impropiedad, "inocente", existe una ignorancia que nos lleva a experimentos sádicos (arrancar patas a una mosca, torturar a una lagartija...) o acosar a un compañero y convertirlo en víctima de burlas, que empiezan con suavidad y concluyen en convertir la vida de una criatura en una experiencia insoportable de la que desea huir, y ya sabemos como se baja uno de la vida: con el suicidio.
Como huido de la docencia, me indigna, cada día más, la relativización de los dirigentes escolares ante los indicios de acoso, y me revuelve las tripas del espíritu, leer o escuchar esa frase manida y frívola: "Son cosas de chicos". ¡Claro! Lo que hacen los chicos son cosas de chicos y lo que hacen los responsables inconscientes son irresponsabilidades de inconscientes.
Aquí no se trata de poner espías en los recreos, como hacen malévolamente las escuelas del secesionismo catalán para señalar al que hable en castellano, sino de tomarse en serio las denuncias, observar la tristeza o la conducta huraña de un alumno que no era así, tomarse en serio las denuncias e incluso propiciar y alentar para evitar el miedo de la víctima y garantizar la confidencialidad.
No esperemos a que, una mala mañana, nos enteremos de que, como decía Jardiel, un niño se ha bajado en marcha del tren de la vida. No aguardemos a que una carta a Papá Noel nos conmueva, porque una niña de ocho años lo que más desea es tener amigos en la escuela y que no se metan con ella.
Y sí, es cierto, los docentes tienen demasiado trabajo. Pero no nos podemos permitir que el acoso siga siendo invisible varios días al mes, y se lo debemos a nuestros hijos, a nuestros nietos... y a nosotros mismo.