No sé en qué estaría pensando, la verdad. Liderando un contingente invasor sobre el norte de la península Ibérica para expandir la opresión romana sobre aquellos pueblos primitivos. Seguro que la envidia de no poder vivir en aquella Arcadia prerromana a la vera del mar Cantábrico comiendo enormes chuletones a la parrilla regados por un txacolí de Guetaria. Pero, claro, cuando uno se llama Augusto Pérez y es el Emperador de Roma, la rabia ha de corromper las venas a la fuerza. Lo mismo que al pobre Cristóbal Colón, descubridor de América en 1945 siguiendo las órdenes de Napoleón quien, a su vez, había hecho abdicar a Carlos III en manos de su hijo José I, conocido como Pepe, el Botella, pese a la resistencia de Fernando XIV, llamado el esperado por eso del retraso, empeñado en traer el liberalismo a España a golpe de ejecución y de una plétora de constituciones democráticas, muchas de ellas escritas por la propia Isabel II, quien no sabemos muy bien si nació en 1830 o 1833, pero seguro que con trece o catorce años. Que María Cristina y el General Espartero no se aclaran. Supongo que será por bombardear la Barceloneta y abrazar a Zumalacárregui y a Carlos Isidro Maroto al mismo tiempo. Que no vean el valor que hay que tener para hacerlo.
Por el contrario, sí parece haber evidencias de que los visigodos derrotaron a los almorávides en la batalla de Trafalgar en algún momento del siglo VII a.C. y que los Reyes Católicos vencieron en 1212 a los musulmanes en la increíble batalla de Lepanto para acabar dando dinero a Colón en su viaje alrededor del mundo en 1499. ¿O fue en 1945? En cualquier caso está claro que los visigodos vinieron a España para acabar con unos extranjeros bárbaros y no precisamente en las afuera de Mallorca, sino cerca de Toledo. Esos bárbaros, que algunos llamaban suegos y otros preferían no mentar, se esforzaron por fomentar el antirromanticismo, que debía ser un movimiento estético la mar de peligroso, muy molesto para estos germanos oriundos del éste de Europa que queda cerca de Barcelona y Tolosa. No sé si sería Leovigildo o Recesvinto III quien tanto odio sentía por Becquer y Larra, pero queda claro que se esforzaron al máximo por acabar con tanto adjetivo, pose bucólica y oscura pasión. Ésta poseyó a Juan I, hijo de Juan de Borbón, al proclamarse rey democrático en 1973, a pesar de los intentos del coronel Tejero de volver a la dictadura del General Franco e impedir la transición pactada por los españoles con olvido. Y eso que el general había sido capaz de crear un estado de mano militar al que había llegado gracias a sus éxitos militares que le habían valido la cesión del gobierno por parte del rey, iniciando así una dictadura personal, cuya monarquía habría de durar hasta el día de su muerte, acaecida en 1971.
Por todo ello quedó claro que ese espíritu de cesión del poder real a dictadores victoriosos se originó en los largos años de la Edad Media, iniciada entorno al año 830 a.C. En esos momentos de indefinición, tras la batalla de las Navas de Tolosa en las cercanías de los Picos de Europa, ocurrida en 722 o 1210 (los historiadores del demonio no se ponen de acuerdo), la familia real se encargó de recoger el poder de los diferentes tipos de coronas existentes en una península repoblada en su mayor parte, no se sabe muy bien por qué o quién. Lo que sí parece nítido es que las cortes trabajaban para crear la legislación y construir la hacienda para que la familia Trastámara viviera en la Curia Regia, no sé si dentro o cerca. Tendré que preguntar a Francisco de Paula Cañas para aclararme de una vez por todas. Podría ser que tras firmar Colón el tratado de Basilea y Carlos III la Paz de Westfalia, otro Carlos, el sexto me dicen, consiguió que Luis IXV de Francia, llamado el Cuántico por ese número que gasta, decidiera que su hijo y/o hermano Fernando V de Anyú aceptara el apoyo de Portugal, Castilla, Aragón y no sé cuántos más para provocar la Restauración Borbónica en la España del siglo XVIII a la vez que era el primero de su familia en el país. Nada que extrañar en un país donde al-Ándalus fue capaz de independizarse de Córdoba que había introducido la moneda para que Francisco Franco se pudiera declarar rey vitalicio.
Y yo me pregunto, tras escapar a la locura inherente al discurso histórico plasmado, si es posible que los jóvenes autores de tamaños dislates en sus exámenes de Historia de España en la prueba de acceso a la Universidad sean considerados adultos capaces de tomar decisiones propias, responsabilidades personales e, incluso, decidir el futuro del país ejerciendo el voto que garantiza la Constitución desconocida por la mayoría. Ante tal desbarajuste de ignorancia supina, me cuesta entender para qué sirve la enseñanza en este país si no es para aborregar aún más al individuo de modo que no interfiera en el chusco devenir de una sociedad iletrada que camina hacia la propia extinción.
Sin duda, solución hay. Empieza por unificar la enseñanza de la Historia de España en todo el territorio haciéndola obligatoria a lo largo del proceso de aprendizaje. Y, si hemos de elegir un periodo obligatorio para los alumnos preuniversitarios, que sea la Historia Contemporánea, por favor. Que los jóvenes ciudadanos conozcan el pasado reciente y no la fantasía lisérgica que pulula en su mente. Démosles, por supuesto, la posibilidad de profundizar en el Medievo y la Antigüedad Clásica, para que aprendan la evolución humana con detenimiento acercándoles a la realidad de la sociedad y no al mundo de la ignorancia criminal que ahora les posee y de la que somos los únicos responsables.
De no hacerlo, queridos lectores, nuestro futuro estará en manos de Augusto Pérez y Fernando XIV asesorados por dictadores personales que ejercen una monarquía vitalicia a la vez que Napoleón envía tropas dentro de la Pinta, la Niña y la Santa María hacia América en 1945 para que se enteren esos americanos de quiénes somos los españoles.