Cuando, hace pocos días, el director de un periódico amigo me pidió que 'fuese escribiendo' un artículo conmemorando aquel infausto 23 de febrero de 1981, cuando el 'tejerazo', me puse a repasar lo que había escrito ya por entonces. Una de las frases en un artículo me ha hecho pensar ahora: "cuando todos hablan sobre militares, cuando todos saben quién es el capitán general de cada región militar, es que hay un problema con los militares".
Y entonces, claro, lo había, cosa que hoy, afortunadamente, no existe: nadie sabe quién está al frente de cada circunscripción castrense, porque eso, con unas Fuerzas Armadas democráticas y disciplinadas, ha dejado de ser un tema espinoso. Lo malo ahora es que quien está ante una nueva modalidad de 23-f es Europa. Y que vuelve a hablarse de militares, pero a escala continental, porque todos tienen en mente, y no la pronuncian, la palabra 'guerra'. No quiero, claro, ponerme apocalíptico, que bastantes profetas de la tragedia hay ya: pero tampoco me parece deseable la táctica del avestruz, metiendo la cabeza en un agujero para no enterarnos de nada. El tema está ahí, y hay que afrontarlo.
Ignoro, claro, qué ocurrirá cuando, el próximo día 23 de este febrero, vote Alemania, el país que hasta el momento era, junto con la relativamente inestable Francia, el motor de Europa. Yo diría que las posibilidades del socialdemócrata Scholz para resultar reelegido son más bien escasas, y más bien grandes las probabilidades de un excelente resultado de los 'ultras' de AfD, que cuestionan el actual modelo europeo y miran a Putin (y a Trump, que les apoya sin disimulo) con mucho más cariño de lo que sería, a mi juicio, deseable. Pero el declive de Alemania, que es el vértice de la mejor Europa democrática, es un auténtico riesgo para la estabilidad de la Unión Europea, que aún ni se ha repuesto del jarro de agua fría que hace tres días le lanzó el vicepresidente norteamericano en su ya célebre, descortés y prepotente, pero realista 'discurso de Munich'.
Y entonces, llega Zelenski, que es, en la atribulada Europa, el más atribulado de todos, y lanza un grito que ha sonado como un cañonazo: hay que crear un ejército europeo. Para demostrarle a Trump que no necesitamos tanto el 'paraguas made in USA' y, sobre todo, para demostrarle a Putin que sabremos responder ante cualquier 'caso nueva Ucrania', pongamos Moldavia, por ejemplo.
A mí, la alarma del valeroso Zelenski me ha sonado a algo así como 'la OTAN ya no sirve para nada: sustituyámosla por un euroejército'. Nadie ha respondido con un 'si' o un 'no' demasiado categóricos a la iniciativa del presidente ucraniano. Quizá solamente Pedro Sánchez, que, en su inestabilidad, se está convirtiendo en el líder más estable de la vieja Europa, se esté adentrando en parajes que sin duda no gustan al nuevo amo del mundo, el republicano Trump; veremos en qué para todo eso, pero me da la impresión de que ni España ni la mayor parte de las potencias europeas están dispuestas a invertir el 5 por ciento de sus PIB, como Trump quisiera, en un armamento convencional, cuando las guerras del futuro, si se producen, se harán sin tanques Leopard ni aviones F35.
Pero ya el hecho de hablar de rearme, de inversiones militares, es, como escribí en aquel 'otro 23F', mala señal. Los países europeos han olvidado ya sus cuestiones intestinas -a ver quién se acuerda ahora de Abalos, Aldama, el fiscal, lo de Franco y todo eso-, sus progresos hacia un completo estado de bienestar, sus regulaciones internas, sus planes para impulsar una Inteligencia Artificial europea: eso queda aparcado, relegado a las páginas traseras o pares de los periódicos, para sumirnos todos en la necesidad, o no, de seguir la iniciativa trumpista de armarnos hasta los dientes, sin haber definido demasiado bien los objetivos políticos ni quiénes son de verdad los amigos y los enemigos.
A mí, qué quiere que le cuente, todo esto me da miedo, como me atemorizaba aquel clima denso, hosco, antes del 23-f de hace 44 años; ¿a usted no? Y es que el ruido de los cañones, ya digo, ensordece a la ciudadanía, la atonta.