Todo ser humano debería tener al menos una experiencia así. Sé que algo parecido a esto es lo que en este momento tienen los animales futbolísticos (y amigos), directivos, cuerpo técnico y jugadores con los que en su día compartí este sentimiento. Comienzas la temporada con dudas, miedos, esperanzas, fuerza y ganas. Muchas ganas.
Cada día, cada entreno, lleva su propia historia, cada partido conlleva una vida entera. Vienen enfermedades que te dejan un día sin entrenar y el mundo se te viene abajo porque quizá ese domingo no juegues. Recuerdas siempre que el juego es tu vida, lo que mueve cada minuto de tu vida. Vienen lesiones que te paran semanas y es indescriptible la depresión. Llegan derrotas inesperadas y pasas semanas de auténtico calvario.
Y se acerca el final de temporada. Lo tienes cerca pero por momentos se aleja. Si de normal el fútbol es lo más importante de tu vida, esos días… Esos días. En esta ciudad todos te recuerdan lo que está por venir y crece la presión, el ansia de que llegue el día y crecen las expectativas. Y tú tienes claro que estás aquí para esto. Y llega el día… El campo lleno, se te saltan las lágrimas solo con ver a esa gente como loca por verte conseguir lo que has trabajado con lluvia, nieve, un dedo roto y tropecientos antiinflamatorios en el cuerpo durante tantísimos meses.
Ellos se vuelven locos pero no se aproximan a sentir la felicidad contenida que llevamos dentro los jugadores. Comienza ese último partido, esa última batalla y lo vas viendo llegar y te creces. Y cada vez lo tienes más cerca hasta que el final del partido. El principio de una felicidad extrema que no se puede explicar. Solo quieres abrazar a tus compañeros, tu familia, toda la gente que aguanta que estés así de loco por este deporte. Necesitas abrazar y soltar tanta energía... Es tanta la felicidad que resulta inexplicable.
Simplemente eres feliz y has hecho feliz a tanta gente que… Nadie ha inventado la palabra exacta para describir ese momento. Quizá simplemente lo podríamos llamar paz.