Lunes. Mamá se levanta para ir al trabajo, escuchas cómo se pone las zapatillas, te cierra la puerta para que sigas durmiendo -aún no es hora de levantarse-. Pero ahí estás tú, con los ojos crepitando como dos candiles, abiertos a esta noche de enero que no quiere amanecer, luna blanca y redonda como un queso.
Nada que hacer contra la voluntad de una niña, contra ti que desde la habitación oyes cómo mamá hace la cama y abre el grifo de la ducha. Papá viene a saludarla y regresa en silencio al café en la salita; son dos actores preparándose para entrar a escena, dos bailarines que marcan los pasos y ensayan la coreografía de la mañana bajito, siempre bajito para que no se despierten los niños, a sabiendas de que de un momento a otro saldrás de puntillas al cuarto de baño donde mamá empieza a ducharse, su figura confusa al otro lado de la mampara, apenas sombras y gestos que reconoces como propios.
Mamá, un cuento, porfa, y otro y otro y otro más, pides, atiendes, sueñas con sus historias infinitas, porque a mamá no se le agotan los relatos, tiene siempre alguno nuevo. Te cuenta sobre Blancanieves, Ulises, Aurora, el Cid o la Cenicienta, hay madrastras, brujas y dragones pero también princesas que al fin encuentran el amor verdadero, el príncipe azul, de armadura reluciente y caballo blanco, el héroe que da sentido a todo. Quieres creer que es posible, que quizás alguna vez te ocurra a ti, imaginas que te envenenan, te encierran en una torre o te condenan a dormir 100 años… y de repente llega él.
Él, con esa nariz de aceituna y los mofletes como pomelos, la sonrisa mellada perfecta y unos ojos que ríen. Él, que no te conoce pero vive en el bloque 3, estudia 4º en el otro grupo, va a clases de natación martes y jueves, tiene una hermana pequeña, un coche rojo, un balón medio desinflado que patea en el jardín algunos sábados. Nunca se puede predecir cuándo, así que pasas el fin de semana alerta, las ventanas de par en par por si lo escuchas, por si da la casualidad de que baja a la calle.
Reconoces su voz, su forma de correr, sus gruñidos cuando no mete el gol que esperaba. Podrías distinguirlo solo por sus pasos desordenados, que describes en tu diario cuando no mira nadie, garabateas aprisa y corriendo para que no te descubran, vuelves a cerrar el candado con su llave, lo ocultas bajo el colchón como si fuera una ofensa, un pecado dulcísimo en el que te regodeas con miedo y extrañeza y gusto.
Palabras que son solo tuyas y que hablan de otra persona, de lo peor y más vergonzoso, de un chico. Letra tras letra que deberías borrar por humillantes, tú que te ríes siempre de esas compañeras que confiesan estar enamoradas, un gesto de valentía que confundes con debilidad y sin embargo envidias; esa claridad, ese atreverse a pronunciar ante todos lo que a ti te aterra. Porque tus cuentos favoritos nunca fueron los de princesas en peligro, jamás los de chicas que no hacían más que morirse o esperar a un caballero, qué tostón. Tú no. Tú, dura y seca, amiga y nadamás de los niños, participante en sus juegos salvajes, admirada por ellos, por no ceder a la blandura de las otras, tan diferentes, tan niñas. Y ahora mírate, el corazón pequeño y a la intemperie, helado como este enero, sin atreverte más que a escribir una inicial en un diario.
Qué harás con esto que no puedes contar en voz alta, qué después de tanta soberbia. Admitirlo te pondría en ridículo, te lanzaría a los pies de las demás que disfrutarían tanto. No hay otra opción que callarlo, dejar que florezca y se te pudra dentro. Un primer amor de interiores, velado siempre, oculto tras los visillos, que seguirá mirando de lejos a quien ni siquiera sabe que existes, a la espera de oír un día sus pasos, camino del colegio, la garganta seca, cogiendo fuerzas para el momento -hoy no, quizás mañana- en que te atrevas por fin a saludarlo.
#TalentosEmergentes