Si había algún incrédulo sobre la extrema complejidad de la actual legislatura, basta con ver el termómetro de las pretensiones de catalanes y vascos, donde el mercurio se aproxima, una semana sí y otra también, a una gruesa línea roja cuyo término identificativo es la autodeterminación. Los resultados de las urnas en las elecciones del pasado julio, la difícil aritmética parlamentaria y el irrefrenable deseo de Pedro Sánchez por seguir en La Moncloa han dado un sonado balón de oxígeno a los independentistas que perciben un escenario propicio para lograr sus reivindicaciones. Sinceramente, nada hay que objetar, ya que sus propósitos son consustanciales a su propia razón de ser y estar. Sin embargo, no es de recibo que el coste de ese proceso lo paguemos a escote entre todos. Y no lo es porque es del todo injusta la discriminación que se produce entre territorios y personas.
Desde una perspectiva económica, el independentismo supone ya un claro 'negocio' para intercambiar estrategias y sentimientos por influencia y rendimientos contables. Un proceso convertido en un medio jugoso y no en un fin en sí mismo. Todos los políticos que preconizan la escisión y desarrollan su actividad en el Congreso de los Diputados o en el Senado se benefician de una situación un tanto insólita, pues perciben unos suculentos ingresos mensuales de un Estado al que no quieren pertenecer y representan a un colectivo contrario a la Constitución. No son pocos los que se definen como antiespañoles a pesar de que sus más de 100.000 euros anuales de sueldo y sus prebendas salen de las arcas de la 'odiada' España. Una duda subyace: Si no hubiera dinero público, ¿habría independentistas? Y una incongruencia asoma tras las últimas votaciones: ¿Qué sentido tiene que una decisión adoptada en la Cámara Baja y que, por norma legal, carece de aplicación práctica en el País Vasco, pase también por el voto de los representantes elegidos por los ciudadanos vascos? O sea, tienen voz en la configuración de acuerdos fiscales que afectan a la parte común de España de la que, por competencias, se han separado. En fin, un despropósito.