Hace apenas 80 años, Europa y el mundo tuvieron que ser liberados de una dictadura sanguinaria, que despreciaba al hombre. Las personas fueron pisoteadas y exterminadas, por la locura de unas ideologías criminales que prometían un mundo nuevo. El resultado ya lo sabemos: el ser humano quedó anulado. Una multitud de mujeres, de hombres y niños, sacrificados en campos de trabajo y de exterminio, mientras decenas de miles de jóvenes caían en los campos de batalla. El pensamiento del más allá y de la vida eterna se había dejado de lado y considerado algo superado, viejuno. Pues no. Aquellos campos de la muerte nos deberían animar a mirar el presente, sin olvidar las verdades eternas que sustentan el mundo. Cuando, después de la Segunda Guerra Mundial, se inició la reconciliación, Charles de Gaulle dijo aquella frase memorable: «mientras que antes era nuestro deber ser enemigos, ahora es nuestra alegría ser amigos». Han pasado apenas unas décadas y volvemos a las andadas. No acabamos de lograr la alegría de ser amigos. Al finalizar la Primera Guerra Mundial se lanzó un grito que resonó en todo el mundo: «¡No más guerras!». Por desgracia, la realidad es muy distinta: desde 1945, hemos seguido alimentando el odio. Ante nosotros se abre la gran tarea de que arraiguen aquellas convicciones capaces de aupar un mundo más humano. «Un mundo con Dios como eje», en palabras de Benedicto XVI. El secreto está en fortalecer esas fuerzas éticas que construyeron muros de contención contra la marea del mal. Las guerras declaradas ahora mismo, nos hacen pensar que el sacrificio de nuestros muertos fue en vano. Demasiada animosidad, excesiva enemistad. Un odio que envenena el vivir. El principio de «ojo por ojo, diente por diente» no conduce a la paz, como ya hemos visto y Europa tiene mucho que decir para que haya un entendimiento justo y duradero entre naciones. Pero, infelizmente, se la está marginando; se la quiere dejar fuera; algo que no podemos permitir. La política debe ser un asunto moral. El papel histórico de la fe cristiana en el nacimiento de Europa es indiscutible. Volvemos a Benedicto XVI: «Al cristianismo se le atribuye no sólo el nacimiento de Europa, tras el declive del mundo grecorromano y el periodo de las invasiones bárbaras. Incluso después de la Segunda Guerra Mundial, el renacimiento de Europa, tiene como raíz el cristianismo y, por lo tanto, una responsabilidad ante Dios». Lamentablemente, estas ideas no son las que dominan las cabezas de nuestros políticos, que las consideran una antigüalla. Error, inmenso error. Porque sólo el arraigo en los valores y verdades de la fe cristiana, de los que Europa no debería renegar, al contrario: proclamarlos a los cuatro vientos, representan la fuerza para construir un continente vigoroso, que sea más que un bloque económico, más que la Europa de los mercaderes. Una comunidad de derechos, un baluarte de libertad, no sólo para sí misma, sino para toda la humanidad.