Lo sorprendente no es que alguien como Puigdemont diga que si no es el jefe supremo, que no cuenten con él, sino que haya quien vote eso. "Aut Caesar aut nihil" ha dicho, bien que en catalán, el pesadísimo personaje que, venido arriba a resultas de una carambola electoral del destino, no se ha cortado al plantear ese impúdico órdago a sus paisanos. Éstos, sin embargo, pudieran haber hallado en esas palabras una ocasión de oro para despejarle el dilema: Nada. Nunca brillaron mucho las luces del exmandatario, pero ésto de que si no le hacen presidente de la Generalitat se pira y si te he visto, no me acuerdo, induce a pensar que las pocas que tenía se le han apagado. A la vergüenza ajena que produce alguien tan pagado de sí mismo, se suma la tristeza de ver, a causa de personajes así, la política tirada por el suelo. Como si no tuviéramos suficientes políticos con un morro que se lo pisan intramuros de las fronteras nacionales, regresa de fuera, o cerca está de hacerlo, ese farsante que, en compañía de otros, sumió a Cataluña en la frustración y en el descrédito de sí misma.
No ha podido ser más explícito el que huyó cobardemente mientras sus pares se comían el marrón de su malhadada aventura: no vendrá a currárselo. Ni a defender sus ideas y sus propuestas, caso de que las tuviere, ni a someterse con humildad al escrutinio de los votantes en igualdad de partida con sus competidores, ni a renunciar a los atajos que en democracia no llevan a ninguna parte. Vendría, eso cree, a guiar a su pueblo hacia la Arcadia feliz entre las aguas abiertas del mar para que pase. Y si no va de Moisés, pues nada, peor para el pueblo, que se queda sin su César, sin su Arcadia feliz, y sin nada. Parecía que en la política española no cabía un mastuerzo, ni un chulo, ni un narcisista más, pero aquí vuelve uno reclamando no ya su hueco, sino su pedestal. O César, o nada. Y se ha quedado tan pancha la criatura.