Ópera perfecta: teatro sacralizado

Ilia Galán
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'Adriana Lecouvrer', una producción del irlandés David McVicar, sigue cosechando éxitos en los escenarios de todo el mundo desde 2010

Ópera perfecta: teatro sacralizado - Foto: Javier del Real

Perfecto y, por tanto, asombroso. No es fácil declarar que un espectáculo llega a la perfección. Diríase imposible en tiempos tan cutres como el presente, donde la fealdad parece haberse entronizado. Así ha comenzado la temporada del Teatro Real, unos 10 minutos de aplausos y todo el mundo en pie, incluidos los reyes de España, que ya tradicionalmente vienen a inaugurarla, llenándola de lustre, junto a la presidenta de la Comunidad de Madrid, Isabel Díaz Ayuso, y el alcalde de la Villa y Corte, José Luis Martínez Almeida. Unas barreras a pocos metros del coliseo se llenan de curiosos para ver a los famosos: el ministro de Cultura, expresidentes o exministros, como Alberto Ruiz-Gallardón, Cristina Cifuentes, Elena Salgado; banqueros como Manolo Falcó o López-Quesada, Cristina de Borbón-Dos Sicilias; el compositor Tomás Marco; artistas como Plácido Domingo y otras celebridades: Pedro J. Ramírez, Carmen Lomana, etc...

La demostración de que el público -a ver si toman nota los directivos culturales- está harto de pretenciosos montajes pseudomodernos, sucios, feístas o minimalistas, se descubre no solo en el unánime aplauso, sino en que esta producción del irlandés David McVicar sigue cosechando éxitos en numerosos teatros de todo el mundo desde que se estrenó en el Covent Garden de Londres en 2010. A ello se añaden una excelente escenografía de Charles Edwards y una preciosa coreografía de Andrew George. El vestuario (Brigittte Reiffenstael), bello y ajustado a la época barroca de la que trata el texto.

¿Tantas líneas dedicadas a lo visual? ¿No hablamos de ópera? Sin duda, es una de las mejores producciones de las últimas décadas que hace gozar del espectáculo -pues la ópera es y debe serlo también- casi solo con lo que se observa, perfectamente adecuado al argumento, a la época y a la música, con la que colabora admirablemente para resaltarla en el ambiente que más le corresponde. Quizás -esperemos- cree escuela a fin de retornar al goce estético de óperas representadas con ingenio y adecuación formal a su creación. La dimensión teatral funciona aquí perfectamente.

Iniciar así la temporada, con la Adriana Lecouvrer de Francesco Cilea, conocido fundamentalmente por esta pieza, es un acierto, porque es música hermosa, con momentos exquisitos. Heredero de un estilo nacido, como él (1866) en el siglo XIX, cuando murió, en 1950, estaba alejado del universo de vanguardias que le rodeaban. Su primera ópera, Gina, la escribió siendo estudiante. Gozó de ciertos éxitos, como cuando estrena La Tilda, en varios teatros y en Viena. Caruso cantó en el estreno de su L'arlesiana, con cierto aplauso en París y la última ópera, Gloria, bajo la batuta de Toscanini fue, paradójicamente, un fracaso.

La única que se suele representar es esta Adriana, sobre la más prestigiosa actriz de la Comédie Française en el siglo XVIII, que declamaba de modo natural, idolatrada y muerta en extrañas circunstancias que nutrieron una leyenda en el Romanticismo similar a la que se escribió sobre Mozart y Salieri, que luego pasaría al cine con Amadeus, de Miloš Forman.

La obra, que se ambienta en la época de Voltaire, se inicia con un busto de Molière en las entrañas de un teatro barroco. Trata sobre una célebre actriz a la que cortejan los grandes, pero que acaba asesinada, de modo romántico, con un ramillete de flores envenenadas en brazos de su amado. Se trata de metaliteratura y de un teatro dentro del teatro, donde la protagonista dice ser el eco del gran drama humano, instrumento del creador... Así nos hallamos con que se cumple, por fin, con la representación, tal cual, del libreto, que aquí es un escenario móvil dentro del teatro, con amenos cambios de ambiente y con momentos palaciegos... El mito romántico llegó en la forma de cierto verismo no solo con Puccini, sino con Cilea a principios del siglo XX, con la consagración del arte. El heredero a la corona le promete ser esposo a una actriz, algo impensable en los tiempos de Corneille o Racine, pues ya las clases sociales no van a depender tanto de la sangre, y el amor hará posible tales mutaciones, no sin terribles costes.

Viva, sutil en los momentos más líricos y enérgica la batuta de Nicola Luisotti, merecedor de intensos aplausos, como la Orquesta Sinfónica de Madrid. El tan bien alabado coro del Real continúa con su estela de excelencia, ahora en manos del italoargentino, Jose? Luis Basso. En el primer reparto, el papel de Adriana, la apreciada Ermonela Jaho, tan expresiva, resulta magistral, mágico, y lo desarrolla de modo muy convincente, aunque no tenga potencia de voz o claros graves, pero se concentra en refinadísimas voces y filados que provocaron un estallido de aplausos, sobre todo después de su Io son l'umile ancella. Con ella compite la pérfida Princesa de Bouillon, Elina Garança, mezzosoprano letona, poderosa artista, lujo en los dúos y expresividad, aunque todo el reparto es estupendo, también en su actuación, como el degenerado abate, en voz de Mikeli Atxalandabaso. 

El barítono, Nicola Alaimo, borda su papel de Michonet, como también Muraro como Príncipe de Bouillon: magistrales, perfectos. El norteamericano tenor, Brian Jagde, con caudalosos agudos, funcionó adecuadamente en el papel de Maurizio.

Un goce absoluto, un milagro perfecto para iniciar bien el otoño.