A los coches desfigurados, irreconocibles, que se amontonan en solares y campas de varios pueblos de la Huerta Sur asolados por la riada, les llegó la muerte, como a los doscientos y pico fallecidos en el desastre, antes de tiempo. Se apilan en esos cementerios improvisados, como de guerra, y han empezado a arder seguramente como recordatorio de lo que fuera del radio de aquél naufragio descomunal se va olvidando.
Nada contiene tanta vida como un cementerio, de vida pasada si se quiere, pero de vida que reclama su memoria. Los coches que se apilan como engendros embarrados en el de Catarroja, en un descampado frontero a las viviendas, reclaman al arder la memoria de sus infortunados dueños; la de los muertos que ya no los podrán conducir para ir al trabajo, o para llevar a los niños al colegio, o para escapadas de fin de semana que siempre saben a poco, o para lo que sea, y la de los vivos que, no pudiéndolos conducir ya nunca más tampoco, se van quedando cada vez más a solas con su desgracia, con las llamas de esos coches iluminándola.
No se puede saber qué contenían en su interior aquellos autos que fueron arrastrados de súbito por la riada cuando se hallaban aparcados, quietos, o circulando en la fatalidad de aquella hora por las carreteras. Podía haber cualquier cosa dentro, pero sí se sabe lo que en algunos de ellos había, mujeres, hombres, niños. En los más de cien mil autos que se amontonan en sus cementerios improvisados había, en algunos, vidas humanas, y en otros, esos pequeños objetos que parecen destinados a vivir dentro de los coches, y en todos, ese mundo inflamable de gasolina, aceites, cableado de plástico y líquido de frenos que ha decidido expresar ardiendo su rabia ante la relajación institucional.
Va para dos meses que la destructora avenida de agua, barro, escombros y cañas arrambló con todo, y el incendio del cementerio de coches de Catarroja figura ser la falla dramática, indeseada, que se revuelve contra la desatención de los gobiernos.