La bronca mata el debate sereno, y es particularmente penoso que se prescinda de éste en beneficio de aquella en la dilucidación de un asunto tan importante, de tanta afectación para el futuro del país, como el de la nonata ley de amnistía. Merced a esa exasperada voluntad de elevar una disensión política a las cimas de los apocalípticos, donde se hiperventila por escasear en ellas el oxígeno de la razón, no parece sino que España fuera a estallar en pedazos de un momento a otro para acabar hundiéndose en el mar.
Donde el mundo se acaba no es aquí, sino en Gaza, la prisión a la intemperie que un ministro del gobierno israelí que machaca desde hace un mes a sus habitantes quisiera ver absolutamente pulverizada con un pepinazo definitivo, la bomba atómica. Ese perverso sujeto asegura que las imágenes de los criminales bombardeos sobre la población civil gazatí son "deleite para los jos", y su jefe, Netanyahu, seguramente no tanto por disentir de las emociones visuales de su ministro como por haber recibido algún toque de quien le dio luz verde para matar a discreción, le ha castigado sin recreo, sólo sin recreo. Ahí sí que ha llegado el Apocalipsis arramblando con todo, y no aquí, pese a la insistencia de Feijóo y compañía, a causa de una doméstica medida de gracia que, por las circunstancias y alguno de los personajes involucrados, puede, desde luego, hacer más o menos gracia, o ninguna.
La cuestión que señala la derecha como signo inequívoco del fin del mundo es, en el fondo, sencilla y compleja, las dos cosas a la vez, como todo en ésta vida: sin los votos de la peña de Puigdemont (¡y qué peña!), no sería descabellado suponer que, tras las inevitables nuevas elecciones, gobernaría Vox, esa cosa espantable como de Trump, Milei o Bolsonaro. Formalmente, gobernaría el PP con Vox, pero toda vez que Génova le ha comprado el discurso y las formas a Abascal, cualquiera puede hacerse una idea. Pero, claro, aquí entra el dilema entre Málaga y Malagón, pues para que en bien de la nación lo antedicho no ocurra, hay que entenderse con el farsante de Puigdemont, que ojalá fuera sólo un farsante y no quisiera meter en el saco de los agraciados por la amnistía a una caterva de corruptos e indeseables.
Pero por eso mismo, porque la cosa está como está, convendría que nos lleváramos bien. Siquiera lo justo para no robarnos unos a otros, y mucho menos con violencia y amenazas, la capacidad de razonar.