El domingo, miles de españoles se manifestaron pacíficamente contra el anunciado plan de Pedro Sánchez de conceder una amnistía -es decir impunidad- a cuantos participaron en el golpe del "procés" y han sido juzgados o están encausados por aquellos hechos.
La de Madrid fue la más multitudinaria pero la suma de las restantes celebradas en las diversas capitales de provincia resume un estado de preocupación y frustración que, a mi entender, iba más allá de la identidad política de los manifestantes. Habían sido convocadas por el Partido Popular bajo una caución: el firme propósito de rechazo a la violencia, evitar las provocaciones de grupúsculos extremistas que de producirse habrían empañado y sobre, todo, desnaturalizado la protesta.
El objetivo era -y así sigue planteado en el tiempo- denunciar los pactos de Pedro Sánchez con los grupos separatistas minoritarios que aprovechando la precariedad parlamentarias del PSOE han conseguido arrancarle una serie de concesiones que llevadas a término podrían vulnerar el mandato constitucional que establece de manera inequívoca la igualdad entre todos los españoles.
El PP había convocado las concentraciones pero tal y como planteaba el manifiesto leído al inicio eran una llamada abierta, transversal. De la magnitud de la respuesta se pudo deducir que necesariamente reflejaba diversas sensibilidades políticas.
Reseñada la actitud y la determinación de una parte de los españoles a no pasar por alto las inquietantes consecuencias que tendrán para el futuro de nuestro país las concesiones de Sánchez a los grupos separatistas a cambio de garantizarse el apoyo de los votos de sus diputados a la votación de investidura que se celebrará esta semana cabe preguntarse: y, ahora ¿qué? ¿En qué puede transformarse la presión social y política que refleja el expresado rechazo y, sí -como comprometía Núñez Feijóo en su intervención- tendrá continuidad y por qué medios. El Senado, las instituciones europeas, recursos ante los tribunales, la tarea parlamentaria ,etc. Todas estas instancias fueron enumeradas, pero siendo necesaria su implicación no deberíamos engañarnos, el mal está hecho.
Pedro Sánchez saldrá investido y a la espera del resultado de eventuales recursos ante el Tribunal Constitucional, se atrincherará en La Moncloa. Y el tiempo, el cansancio y las ordinarias preocupaciones de la vida, poco a poco irán retirando aquí y allá a los ciudadanos de esa simbólica barrera de contención a los desmanes de un político sin escrúpulos. Su descrédito en términos de reputación es enorme, irreversible, pero el poder le compensa. Hagámonos a la idea de que nos esperan días inciertos y no confundamos el innegable éxito de la gran manifestación con el principio del fin político del arribista que va a gobernar España en los próximos tiempos. Sería una ingenuidad.