Javier Santamarina

LA LÍNEA GRIS

Javier Santamarina


Los que se quedan

21/03/2025

Hay un elemento desconcertante en las nuevas generaciones y es su profunda indiferencia hacia la dignidad humana. Tienen muy claro los derechos que poseen y expresan con contundencia el valor intrínseco del sentimiento propio a la hora de generar derechos. Esta visión es unilateral e individual, porque llevada al extremo la opinión ajena es irrelevante. Voy a eludir las casuísticas más sencillas, porque por evidentes, se comprueba que el deseo no debería ser creador de derechos.

Entre los elementos más peculiares se encuentra la comprensión hacia las respuestas violentas. Si alguien ha sufrido un daño, real o aparente, se entiende que existe una justificación para resarcirte como consideres pertinente. Lo irónico del asunto es que todo nuestro sistema legal, lo mejor que hemos aportado al mundo, se basa justamente en lo contrario. Al desterrar la venganza y moderar las condenas, construimos una sociedad más justa. Cualquier ataque a este concepto es intrínsecamente bárbaro, peligroso y un retroceso en las libertades.

La historia está rodeada de vivos ejemplos de cómo la masa, el colectivo gregario, puede realizar actos increíblemente crueles contra sus semejantes. Se podrá reflexionar mucho sobre las causas, pero la realidad es que cuando se desatan las pasiones el resultado final es dantesco. Incluso los eventos que pudiéramos considerar positivos a largo plazo no justifican dicha barbarie. Nos podemos ocultar en el grupo, pero los crímenes son actos individuales y siempre hay víctimas.

Y aquí es donde retomo a la idea sobre la dignidad humana. Desgraciadamente, es un concepto cada vez más reducido y me abstengo de entrar en el debate intelectual, porque no todas las polémicas son constructivas. Pero sí se puede afirmar que su existencia es un límite firme contra el totalitarismo, la dictadura y la mejor garantía para una vida libre; casi diría que para la propia vida.

Nos podemos poner todo lo exquisito que queramos, pero reduce la capacidad para el exceso ajeno y el propio. No todo lo que queremos o podemos hacer es digno. Cuando atentamos contra la dignidad de un tercero, no le degradamos a él, sino a nosotros mismos. Me temo que la clave reside en que si aceptamos su existencia, se limita el margen de maniobra individual y la posibilidad de crear derechos por el puro sentimiento. Deberíamos ser honestos con nosotros mismos y ser conscientes de que no todas las cosas que deseamos son buenas, proporcionales o legítimas; salvo que seamos dioses griegos.

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