Algunas broncas nunca van a menos. Es el mayor peligro de alimentarlas, de engordarlas, de hacer mucho, mucho ruido para hacerte oír en lugar de llamar a la calma y a la reflexión, de solicitar una disculpa o un restañamiento por los cauces pacíficos. El fútbol, cuyo elemento pasional es lo que lo convierte en un espectáculo de masas, es un escenario perfecto para perpetuar esas broncas. Lo estamos viendo con el 'caso Real Madrid' y los arbitrajes. Desde que estalló el escándalo de Negreira y el Barça, parte de la afición merengue lo tomó como algo personal. Ya se sabe que, en este país, no te permiten ser tibio o neutral: o eres de los míos o mi enemigo.
Esa parte, tal vez de forma interesada, azuza una polémica de fondo que, en cristiano, significa: «no me vale con el que el Barça sea juzgado y castigado, también quiero que me devuelvan lo que me quitaron». Ignoro, si hubo delito, qué partidos, qué Ligas o qué competiciones se adulteraron y cuántos puntos o trofeos debe el 'establishment' del fútbol español al Real Madrid… pero es algo que no te pueden devolver con carácter retroactivo. Eso sí: la bronca ha puesto la lupa sobre los árbitros del presente, que son juzgados con fiereza en cada jugada gris contra los blancos. Cuando el pasado domingo el Bernabéu pitó mayoritariamente el hecho de que sus jugadores posaran junto a un cartel donde se leía algo tan cabal y aséptico como «Respeto a los árbitros» es que el mensaje ha calado. ¿Que Fede Valverde dice «no soy quien para juzgar a un árbitro o a otra persona que está haciendo su papel: todos somos humanos y podemos equivocarnos»? No interesa amplificar ese mensaje. La bronca 'debe' ir a más. ¿A quién le interesa? ¿Qué se pretende conseguir? ¿Dónde va a parar?