Una de las grandes preguntas que me vengo haciendo prácticamente desde mi adolescencia (o el final de ella, que fue cuando salí a estudiar a Madrid la carrera) es qué quiere Segovia. O más bien, qué tiene y qué le falta. Hoy, superada con amplitud la cuarentena, sigo preguntándome lo mismo. Y si bien la respuesta sigue sin aparecer, sí me da para pensar que, o bien la estulticia no me deja ver la respuesta; o no la hay.
Segovia tiene una situación geográfica envidiable, casi a la misma distancia de la capital regional que de la del reino. Centro peninsular, patrimonio de la humanidad; casco histórico envidiable y alfoz crecido, pero con precios asequibles para que los que hemos querido quedarnos podamos hacerlo y construir nuestra vida. Y, sin embargo, las carencias siguen siendo enormes. No para quien nos visita, viene un fin de semana y se vuelve con el estómago lleno y bien bebido, ahíto de cultura y buenas costumbres. Sino para los que aquí estamos, con dificultades para pedir cita en especialistas en un Hospital de juguete; con una piscina cubierta que pasa más tiempo estropeada que no; con Juzgados todavía repartidos o con comercios que, casi tengan el tamaño que tengan, a duras penas sobreviven.
El segoviano, en cierta medida, da la impresión de ir cambiando sus hábitos; esos que hacían que en San Frutos hubiera más gente en Madrid, en los centros comerciales, que en casa. Y se ve obligado a asistir, tristemente impávido, a un tremendo ninguneo por parte de la Junta de Castilla y León, por ejemplo. No hay una sola capital de provincia en esta región sin plan de desarrollo industrial y aquí estamos poniendo los andamios a un primer estudio. Un instituto en San Lorenzo que parece un despojo olvidado, como el centro médico del Nueva Segovia, barrio que de nuevo ya tiene poco y sigue esperando. El sino del segoviano es la espera; en Guiomar mirando a ver si para el tren si es que no ha perdido el autobús o ha encontrado sitio en las tierras para aparcar.
Una ciudad preciosa, detenida en el tiempo y sin un plan. Ningún alcalde de la democracia ha tomado la vara de mando con uno. O bueno, sí, planes había pero no de servicio público. ¿He dicho ninguno? ¡No! Hubo uno, más reciente y de corte socialista, pero se pasó de frenada y apretó tanto las cinchas que el lomo de la ciudad ha estado pagando por esas heridas hasta hace bien poco. O quizá sigue. El caso es que, unos por otros, en Segovia seguimos sin saber si salimos a setas o a Rolex.
El gran plan, parece que siempre, sería el turismo, al que ahora vamos a regalarle una suerte de nueva temporada de 'Isabel' sin Michelle Jenner. Un buen dinero a la paz de dios y solaz del visitante; como si hiciera falta ponerle más zanahorias delante del palo a todo aquel que quiere venir a lo mismo de siempre. ¿Es eso suficiente para una ciudad y una provincia que van a crecer y que van a pedir algo más que poner cerveza y cochinillo? Si no nos lo quieren dar, habrá que reclamarlo. Al menos eso dice mi yo más reivindicativo, aquel que un día confesó a sus más cercanos que únicamente la desaparición del Acueducto podría hacer reaccionar a esta ciudad, de piedra y detenida por ella y en ella.
Cuenta la leyenda que la frase que titula este divagar de verano nace con dos vascos que salieron a por setas, encontrándose uno de ellos un Rolex. En mi imaginario particular, siempre que pienso en uno de estos relojes me viene la imagen de aquel jovencísmo Bardem en lo alto de un armazón de hormigón en Benidorm que retrató Bigas Luna en 'Huevos de Oro'. Y no sé, no quisiera, si es ese el plan.