En estos tiempos, en los que cualquier diagnóstico que pretende ser objetivo, cualquier crítica incluso constructiva, son considerados por el statu quo como boicot cavernario, resulta muy difícil mantener el equilibrio a la hora de hacer recuento de daños presentes y futuros. Si uno se atreve a titular, entre interrogaciones claro, si nos estamos aproximando a un Estado fallido, le acusarán a uno desde el establishment de traidor, catastrofista, de hacerle el juego a las desmesuras --que eso son, en efecto-- de Vox, por ejemplo. Esto que escribo ni quiere ser un ataque el Gobierno ni pretende que no existan otros países donde la situación sea, al menos, tan alarmante como en España. Pero los síntomas, aquí y ahora, son enormemente preocupantes y la búsqueda conjunta de remedios, urgentísima.
Los pilares del llamado Estado de bienestar, o sea, Sanidad, Educación, Trabajo y Justicia (amenazada de un colapso para años) están obviamente deteriorándose a una velocidad inaceptable e inasumible. Valores como la libertad, la igualdad o el respeto a nuestro mayores saltan en pedazos a cada momento. La seguridad es un elemento sustentado ahora por casi setecientas mil denuncias y tres mil detenciones por saltarse el confinamiento domiciliario al que estamos condenados ni siquiera sabemos hasta cuándo --esto, en otros países de nuestro entorno, tiene mayores garantías--: no es un Estado policial, pero no podría yo decir que no corramos un cierto riesgo de caer en él si así, en esta reclusión mal explicada y peor gestionada, seguimos.
Y más: fallan instituciones que deberían ser apartidistas como el Centro de Investigaciones Sociológicas o el Instituto Nacional de Estadística, que están propiciando la confusión en muchos terrenos, incluso en el número de muertos por el coronavirus. La seguridad jurídica se ha convertido en una entelequia para empresarios y trabajadores... y un largo etcétera.
Podría seguir hablando mucho tiempo de los enormes riesgos que una catástrofe imprevisible está planteando para la pervivencia de un Estado democrático, próspero y que se quisiera justo. Pero no puedo desconocer, para concluir la triste enumeración, tres factores ciertamente inquietantes: la separación de poderes no es, ahora, sino una quimera destrozada por un poder personalista, que algunos creerían incluso cercano a la autocracia; los desafíos territoriales, en concreto del independentismo catalán, se agravan ante la debilidad del Estado central; y el papel de la máxima institución del Estado, es decir, la Corona, se ve cuestionado --¡¡precisamente ahora!!-- incluso por una parte del Gobierno que teóricamente debe defender la Constitución a la que prometió lealtad. Al tiempo que una oposición vacilante duda acerca de si dar pasos hacia adelante en pos de un acuerdo o si romper definitivamente los puentes con un Ejecutivo a la deriva.
Ya digo que la crítica quiere, al menos en mi caso, ser constructiva, partiendo de la comprensión de que ningún Gobierno del mundo, y menos el nuestro, tan bisoño, habría podido sospechar que tuviese que afrontar un desafío tan formidable como el de esta pandemia. También es cierto que la catástrofe está poniendo al desnudo algunos fallos tradicionales de nuestro sistema, que no vienen precisamente de ahora: entiendo que el Gobierno que encabeza Pedro Sánchez hace lo que puede. Pero es obvio que eso no es bastante: ha habido demasiados fallos y no nos los podemos permitir. Hay que repartir la responsabilidad, las responsabilidades: cambiar el rumbo de la ordenación territorial y ofrecer a todos los partidos un pacto para la elaboración de unos Presupuestos 'de guerra' (porque ni Presupuestos tenemos desde aquellos, ya inservibles desde hace mucho, de Montoro). Y habría, a mi entender, que introducir algunos ajustes en el propio Gobierno, obviamente dividido.
El lunes, a las once de la mañana, los máximos responsables de enderezar el rumbo de esta barco desarbolado que es el Estado tendrán la oportunidad de hacerlo. No cabe pensar en el interés de los partidos, ni en poner en práctica estratagemas ideadas por el Godoy de turno. Es la hora del patriotismo y el bien común. Y tenemos el derecho y el deber de exigirles que nos lleven a buen puerto. ¿Sabrán pilotar?