El Papa se revolvía en su sillón al contemplar las noticias de las deportaciones masivas que desde EEUU ordenaba el presidente Trump, después de haber construido el gran muro que impedía la riada humana desde países pobres hacia el más rico del mundo. La historia se repite: si México fuera rico y estupendo para todos no querrían marcharse tantos, como tampoco desde los países africanos hacia Europa. Las declaraciones papales recordaban al enfrentamiento que tuvo con el emperador el padre espiritual de uno de los más grandes filósofos de la historia occidental, Agustín de Hipona: San Ambrosio de Milán. En la guerra imperial con Magnus Maximus no quiso abandonar su puesto, cuidando de los enfermos y haciendo vender la plata de la Iglesia para ayudarles. Frente al poder había esgrimido varias veces su crítica y se oponía firmemente. No era fácil oponerse a un emperador, pero él negó incluso la comunión a Teodosio I, excomulgándolo por haber masacrado a 7.000 personas en Tesalónica en el 390, debido a unos tumultos. Solo después de meses de arrepentimiento, lo volvió a aceptar.
El nuevo emperador de buena parte de Occidente parecería ser Trump, que muestra su energía y falta de miramientos con las políticas que impone a manotazos. El Papa Francisco declara «no cristiano» a Trump, pero desde el Gobierno le ha respondido un católico diciendo que la primera caridad hay que emplearla con los próximos, y que, además, el Vaticano también tiene murallas.
Todo esto desvela un problema de fondo que no es de fácil resolución, pues lo tenemos igualmente en Europa. El Pontífice reclama especial atención hacia los más débiles, recordando la Parábola del Samaritano, y esto es esencial en el cristianismo, asumido en nuestras legislaciones de muchos modos, y es humanitario. Son personas y hay que cuidar de los que más sufren o tuvieron menos oportunidades en la vida. Pero no es tan fácil vertebrarlo y menos con mucha rapidez, porque si se abrieran las fronteras de golpe, cientos de miles, tal vez millones, querrían entrar en los países ricos, y hay que gestionar su alojamiento, manutención y suministrarles puestos de trabajo, lo que lleva tiempo y pericia, además de filtrar quiénes lo merecen y quiénes son peligrosos para los que les acogen (inmigrantes fanáticos o propensos al terrorismo). El Vaticano tampoco abre las puertas a todos; el Sumo Pontífice no acoge en sus aposentos a las familias inmigrantes, a mendigos o a quien fuere. Hay que ejercer con inteligencia la caridad. El infierno está lleno de buenas intenciones, pues si se realizan imprudentemente pueden producir efectos trágicos.
Nuestra época no muestra los conflictos entre papado e imperio como en el pasado, pero la voz ética conviene escucharla para evitar males innecesarios. La brecha social entre ricos y pobres cada vez se amplía más, deplorablemente.