La salud y sus cuidados siempre ocupan y preocupan a la ciudadanía. Tenemos la fortuna de contar con un sistema sanitario que garantiza la atención a los usuarios, atendido por un magnífico grupo de profesionales que, contra viento y marea, se baten el cobre a diario para resolver desde un simple catarro hasta la operación quirúrgica más complicada. La escasez de recursos hace difícil poder atender la demanda social de atención sanitaria, y la prueba más palpable la tenemos en la atención primaria, en la que una consulta al médico de cabecera a través del servicio de cita previa puede demorarse más de una semana. Algo parecido pasa en la atención especializada, donde las demoras en las consultas llegan incluso a veces a poner en riesgo la eficacia de tratamientos prescritos donde los plazos resultan determinantes
Este hecho hace que muchos ciudadanos decidan tirar por la calle de en medio y quieran saltar por encima de citas y prescripciones y acudan al servicio de urgencias para buscar respuestas eficaces a sus dolencias y enfermedades. Cargados de buena voluntad en su mayoría, los pacientes impacientes intentan acortar plazos en su atención sanitaria pensando que el nombre de este servicio responde a una situación real que demanda una rápida respuesta a cada caso. Por ello, cabe preguntarse ¿qué es una urgencia?, porque este es un término que admite muchas definiciones, todas ellas subjetivas en función de cada caso, y es por ello lo que hace crecer hasta la saturación la demanda de este servicio.
Al pensar en una urgencia hospitalaria, lo lógico es hacerlo en un caso en el que se vea seriamente comprometida la salud del paciente por determinadas circunstancias que pueden ir desde un accidente, enfermedad cardiovascular o cualquier otro caso de gravedad. En estos casos, el triaje que hacen los profesionales del servicio resulta fundamental en cada caso para determinar la urgencia del tratamiento a seguir. Pero hay otros casos que llenan las urgencias y que dependen más de la gravedad que notan los pacientes que de la gravedad real que comporta. Aquí es donde entra la cultura y la educación sanitaria de la ciudadanía, que debe ser fomentada por las administraciones para concienciar sobre el uso racional de un servicio que resulta esencial en cualquier sistema sanitario.
El uso abusivo de las urgencias genera una saturación real que no contribuye a que los pacientes no puedan contar con una atención adecuada, o que acumulen hasta 12 horas de espera hasta que sean atendidos. Los datos publicados la pasada semana en este periódico señalan que siete de cada diez casos que se atienden en este servicio no corresponden a urgencias reales y pensar que el pasado mes de febrero se atendieron a más de 4.300 personas - un 13% más que en febrero de 2020 en plena eclosión de la pandemia – invita a pensar que hay algo que no funciona bien en el sistema sanitario.
Cuando un ciudadano decide acudir a urgencias movido por la a veces desesperante lentitud del sistema sanitario a la hora de establecer citas diagnósticas, no se plantea si el servicio está mas o menos saturado, lo que quiere es una respuesta inmediata a su problema. Esta actitud – tan egoísta como entendible- debería hacer pensar a los gestores políticos en materia sanitaria tanto autonómicos como estatales a la hora de buscar medidas que pongan solución a este problema. La más evidente pasa por aumentar los recursos técnicos y humanos al resto de servicios para tratar de reducir las listas de espera y los plazos de las citas, tal y como demandan los sindicatos sanitarios y los profesionales del sector. Esta solución choca frontalmente con los recursos presupuestarios de las administraciones y de las prioridades a la hora de aplicarlos, que mejoran a medida que se acercan las citas electorales. El tan cacareado pacto de Estado por la sanidad que garantice un sistema ecuánime y garantista tiene que figurar en la agenda política de los partidos como asunto prioritario y alejado de cualquier contubernio partidista. Eso si que es una verdadera urgencia…